jueves, 27 de agosto de 2015

Las rosas de Paestum


Me sorprendía el otro día encontrar este tuit de Propercio que evoca una antigua ciudad de la Italia meridional fundada por los griegos y hoy conocida por el recinto arqueológico de sus bien conservados templos dóricos, pero no por sus rosas, que es por lo que la recordaba el poeta:  Vidi ego odorati uictura rosaria Paesti, / sub matutino cocta iacere Noto,  que viene a decir Vi yo a punto de abrirse las rosas de Pesto aromada / mustias al alba yacer  ante el aliento del Sur (4, 5, vv. 61-62). Contrastan el participio de futuro "uictura", aplicado a los rosales "destinados a vivir" con el "iacere", que evoca la muerte repentina por el cálido soplo del Noto. Estamos, una vez más, ante el tópico literario del “Carpe diem”, en su versión horaciana,  o “Collige, uirgo, rosas” en la variante de Ausonio: disfruta de la juventud y de la vida antes de que te lleguen la vejez y la muerte (como si se pudiera gozar con esa perspectiva mortal de futuro...)  


Templos de Pesto, G. B. Lusieri (1755-1821)

Pesto, ciudad del sur de Italia, enclavada en la Lucania, abajo de Nápoles, fue fundada por los griegos de Síbaris, los célebres sibaritas en el golfo de Salerno, y bautizada como Posidonia, pero sus habitantes prefirieron enseguida llamarla Paiston en griego, Paestum en latín.

Otros poetas, además de Propercio, nos han hablado de sus rosales, rosedales o rosaledas, como Virgilio en sus Geórgicas (4, 118), en la siguiente mención: biferique rosaria Paesti, donde destaca el neologismo biferi, compuesto de bis que significa dos veces y del verbo fero, que quiere decir producir: rosales de doble floración, lo que explica el "odorati" de Propercio: la ciudad de Pesto exhala fragancias de rosa dos veces al año.


Ovidio, por su parte, en las Metamorfosis (15, 708) menciona:  tepidique rosaria Paesti: los rosedales de la cálida Pesto. El poeta se refiere a la ciudad de Pesto con el calificativo de “tepidi”, es decir, “templada, que goza de buena temperatura, cálida”. Y en sus Epístolas desde el Ponto (2, 4, v. 28), un pentámetro evoca también el aroma de sus rosas:  Calthaque Paestanas uincet odore rosas.  Dice allí Ovidio que antes de que alguien se olvide de su amistad la caléndula olerá mejor que las rosas de Pesto, lo que, en rigor, es imposible porque la caléndula, calta o margarita anaranjada apenas tiene fragancia, o, si la tiene, no puede competir ni compararse siquiera con las aromáticas rosas pestanas.

Primer templo de Hera en Pesto.



El poeta Marcial, por su parte, resalta otra cualidad de estas rosas además de su aroma y su doble floración: su color. Cuando describe en uno de sus epigramas a  su esclavo ideal (4, 42, 10) dice en un pentámetro: Paestanis rubeant aemula labra rosis: que enrojezcan sus labios como las rosas de Pesto. Ese color es el rojo o, más propiamente, el rosado o propio de la rosa, que es el mismo color que el del rubor cuando aflora en un rostro humano.
 

Por último, otro poeta, el tardío Ausonio en su célebre poema De rosis nascentibus, que otros atribuyen a Virgilio e incluyen en la Appendix Vergiliana,  canta igualmente los rosales de Pesto:  Vidi Paestano gaudere rosaria cultu, / exoriente nouo   roscida Lucifero:   en jardines de Pesto las rosas llenarse de gozo / por el rocío recién frescas del amanecer.

Recapitulando, los rosales de Pesto eran famosos porque florecían dos veces al año dada la bonanza  del clima de la ciudad mediterránea, por su color rojo, y por la fragancia de sus rosas, que crecerían, suponemos,  no lejos de esos templos cuyas ruinas conservamos, e inundarían la ciudad con su aroma.

Por cierto, Ausonio formula así el tópico del carpe diem al final de su poema De las rosas que brotan, llamado a tener tanto predicamento en las letras de nuestro Siglo de Oro: collige, uirgo, rosas dum flos nouus et noua pubes, / et memor esto aeuum sic properare tuum: Coge, chiquilla, las rosas en tanto florecen y aroman,  / y recuerda que así pasa volando tu edad.

Gather ye rosebuds while ye may, J. W. Waterhouse (1909)

¿Dónde están, me pregunto yo ahora, -ubi sunt?, otro tópico literario- esas rosaledas que florecían dos veces al año y que inundaban la ciudad con su perfume? ¿Qué queda ahora de aquellas rosas que inspiraron a los poetas? Hoy no se conservan esos rosedales célebres por su fragancia. Babilonia no guarda tampoco nada más que un vago recuerdo de sus célebres jardines, una de las siete maravillas sin embargo del mundo antiguo. Sólo queda el aroma de su recuerdo, en el caso de Pesto una mención erudita e insignificante, una nota a pie de página en una traducción que se precie de unos versos de unos poetas olvidados que ya casi nadie lee, porque ¿para qué sirve la poesía?

El poeta Luis Alberto de Cuenca nos recita en este vídeo su particular versión del  “Collige, uirgo, rosas”, una de las últimas variaciones del tópico clásico en un lenguaje contemporáneo y asequible. Oigamos y escuchemos de su propia y viva voz el poema. La poesía, que no sirve para nada práctico, nació para el oído, y no para el ojo, pero para que quede constancia escrita de estos versos allá va el texto a fin de que otras voces puedan recitar estos versos o, por lo menos, leerlos en voz alta, que es como hay que leer la poesía:




Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana.
Córtalas a destajo, desaforadamente,
sin pararte a pensar si son malas o buenas.
Que no quede ni una. Púlete los rosales
que encuentres a tu paso y deja las espinas
para tus compañeras de colegio. Disfruta
de la luz y del oro mientras puedas y rinde
tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico
que va por los jardines instilando veneno.
Goza labios y lengua, machácate de gusto
con quien se deje y no permitas que el otoño
te pille con la piel reseca y sin un hombre
(por lo menos) comiéndote las hechuras del alma.
Y que la negra muerte te quite lo bailado.

 
 Collige, uirgo, rosas

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