Nacido
en Antioquía, ciudad de Siria, en el año 204 después de Cristo, fue proclamado
sorprendentemente emperador de Roma a los catorce años, cargo que desempeñará del
218 al 222 de la era cristiana, no llegó a cuatro años. Su verdadero nombre era
otro que ahora no importa. Lo relevante es que él se hizo llamar enseguida Elagábalo,
que se reinterpretó como Heliogábalo en alusión al sol al que adoraba.
Este Rey Sol avant la lettre quiso
pasar a la historia como el Sumo Pontífice, o quizá la suprema sacerdotisa, del
dios del Sol El-Gabal de Emesa, importando de oriente este culto solar para
ponerlo en vigor en Roma como religión de estado, por encima del culto oficial
a Júpiter, para lo que hizo traer de Emesa una piedra negra de origen
meteorítico, un betilo negro de forma inequívocamente fálica, que representaba
a El, la principal divinidad semítica, instaurando un monoteísmo solar, que, de
alguna forma, encarnaba también la falocracia del imperio romano.
La
belleza de Heliogábalo era radiante, deslumbrante, como los rayos del astro rey
que adora, como la de Adonis o Apolo, una belleza femenina, venusina, afrodisiaca,
ambigua; oriental, en el sentido etimológico y primario de la palabra, porque
viene del sol naciente, desde levante a poniente, a este occidente crespuscular
y mortecino: a este occidente desorientado.
El
emperador antioqueno, que desprecia la ruda toga romana, habituado como está
su cuerpo adolescente al contacto de la fina seda de Damasco, viene a
orientarnos, es decir, a orientalizarnos; y nos trae la belleza de un amanecer
–Lawrence Alma-Tadema soñó y pintó la corte de Heliogábalo rebosante de pétalos
de rosa. Nos trae también, la anarquía, bendita sea, al corazón del imperio
romano, representada por un obelisco que los romanos siempre verán con
desconfianza.
Las rosas de Heliogábalo, Lawrence Alma-Tadema (1888)
Enseguida
se verá que el joven emperador era un afeminado en el peor sentido que puede
tener esta palabra para un antiguo romano tradicional y conservador de la
estirpe de Catón el Viejo. Los romanos toleraban que sus emperadores tuvieran,
paralelamente a sus relaciones femeninas destinadas a la procreación, algún escarceo
amoroso, incluso algún amante masculino o catamito. Era una moda griega y por lo tanto
extranjera, pero no se sentía como bárbara, sino como propia del refinado mundo
de la cultura y de la filosofía helénicas. Un ilustre precedente de esta
costumbre era el mujeriego Zeus, que se había enamorado de Ganimedes, al que
había raptado y subido al Olimpo para que le escanciara el divino licor. Podía
verse incluso como un síntoma de virilidad siempre y cuando el emperador
adoptara el papel activo, fuera el amante y no el amado.
Se
comentaba que algunos de sus ilustres predecesores, el propio Julio, Calígula y
quizá Nerón se habían entregado a tales
prácticas alguna vez, pero no dejaban de ser habladurías y chismorreos no
siempre dignos de crédito. ¿Cómo el descendiente del divino Augusto iba a ser sodomizado por un esclavo, como enseguida hizo Heliogábalo, como si en
vez de ser el primer ciudadano de Roma fuera él, el emperador, un vulgar catamito afeminado, un
concubino destinado al placer estéril de su dueño? ¿Cómo iba a ser sometido
por un negro dotado de un miembro viril de
considerables dimensiones? Ya se
encargaba el propio Heliogábalo de ello, pues era requisito indispensable que
los amantes del emperador, reclutados entre los forzudos gladiadores, rudos
marineros, ágiles atletas y rufianes y sinvergüenzas de los bajos fondos,
estuvieran dotados de atributos sexuales de considerables dimensiones –onóbelos,
que literalmente significa “miembro de burro-, gentes a veces de la más baja
estofa y condición social a los que ofrecía cargos públicos en la
administración romana a cambio de sus favores. ¿Dónde se había visto una cosa
igual?
Busto de Heliogábalo, Museos Capitolinos, Roma
No
era habitual que el emperador, la máxima autoridad del imperio romano y dios
viviente, fuera poseído por cualquiera de sus súbditos más plebeyos. Pero más
intolerable aún era que Heliogábalo, además, para colmo, hiciera público alarde
y se sintiera orgulloso de ello. El senador, historiador y contemporáneo Dión
Casio nos habla de Hieroclés, un rubio esclavo de la Caria, como el “marido”
favorito de Heliogábalo.
Dice
la Historia Augusta y, a través de ella, el historiador que la escribe y que se
avergüenza de narrar la depravada vida de este personaje: quis enim ferre posset principem per cuncta caua corporis libidinem
recipientem, cum ne beluam quidem talem quisquam ferat? Lo que significa algo así como: “¿Quién, en efecto, podría tolerar a un príncipe que recibiera –atención
a la sugerencia: recipientem- placer
–libidinem- por todos los orificios de
su cuerpo, cuando nadie soporta que ni siquiera un monstruo sea así?”
La
voracidad de Heliogábalo se ha hecho proverbial prestándole nombre a la gula
casi lujuriosa y sin freno. Se habla, todavía hoy, de comidas opíparas o de
ágapes dignos de Heliogábalo porque el emperador de refinados gustos orientales
disfrutaba de la buena mesa como buen sibarita “bon
vivant”. El Diccionario de la Real Academia Española dice que un heliogábalo (sic, con minúscula) es
una "persona dominada por la gula", y explica que es así "por alusión a
Heliogábalo, emperador romano, que fue voraz".
El
poeta francés Antonin Artaud le dedicó al emperador Heliogábalo un elogioso
libro poético a medio camino entre el ensayo y la novela histórica, titulado
“Heliogábalo o El anarquista coronado”, donde celebra que su misión fuera
llevar la anarquía a Roma: “Todo tirano en el fondo no es sino un anarquista
que se ha puesto la corona y que impone su ley a los demás.”
Pero
Roma no podía tolerar que su emperador fuera un anarquista coronado que había
hecho dejadez de toda virilidad. Heliogábalo, en efecto, no era Sumo Sacerdote
del dios del Sol, sino su sacerdotisa; no era el emperador del Senado y Pueblo
Romano, sino su emperatriz.
No
es difícil suponer el cruento final del la vida de este adolescente que adoraba
al sol: dejó de brillar enseguida, siendo asesinado a los dieciocho años de
edad y su cadáver insepulto arrojado al Tíber a su paso por la ciudad eterna,
en cuya corriente, en cuya grandeza y hermosura –recordemos aquí a nuestro
Quevedo para acabar- huyó lo que era firme y solamente lo fugitivo, que es el
nombre, su propio nombre, permanece y dura.
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