jueves, 26 de febrero de 2015

Do you speak English?


Ahora que el Ministerio de Educación pretende que en un período de cinco años un tercio de las carreras universitarias españolas y la mitad de los másteres sean bilingües en español e inglés o sólo en inglés, me pregunto yo a qué se debe esa medida. Sólo se me ocurre decir que al complejo de inferioridad que tienen dichas autoridades y a una falta de respeto considerable por nuestra propia lengua y cultura, que pasa a considerarse de segunda categoría y a reservarse al ámbito privado de la comunicación familiar, como si no tuviera entidad suficiente para ser una lengua científica y académica.


La imposición en sí de la lengua de Shakespeare como lengua universitaria no deja de ir  en detrimento de otras lenguas, en primer lugar de la nuestra propia, y en segundo y no menos importante del francés, el alemán o cualesquiera otras. Una cosa es que el inglés se imponga per se, porque es la lengua del Imperio y de la mundialización,  de la ciencia y de la cultura, y otra cosa es que se imponga a golpe de real decreto porque a nuestras autoridades académicas, acomplejadas de nuestro paupérrimo nivel cultural, se les ocurra que todos tenemos que hablar inglés.



Esta falta de interés por la propia lengua revela también un desinterés bastante grande por la propia cultura, por nuestra historia, tradiciones y literatura, y da a entender que a las autoridades sólo les interesa ser competitivos en el mercado laboral internacional, habida cuenta de las pocas posibilidades que se abren a los emprendedores, como llaman ahora a los empresarios en ciernes, en el ámbito nacional, como si lo único que importara fuera el dinero, que ya sabemos que es el único dios real y verdadero.



Conviene, en cualquier caso, tener bien presente que las lenguas clásicas europeas, el latín y el griego, han tenido un papel determinante en la formación de la lengua de Shakespeare, y de todas las lenguas modernas, y especialmente del lenguaje científico, técnico y universitario, tanto en el ámbito de las ciencias sociales, letras o humanidades, como en el de las cienicas naturales, sin olvidarnos de la tecnología.  Tengamos en cuenta que la lengua franca del Imperio sin ser una lengua romance, como el francés, el portugués, el italiano o esta nuestra, contiene más de un 60% de vocabulario de origen latino y no pocos helenismos, alrededor de seis mil, según el calculo de Annie Stefanides.

 Hablas en griego, sólo que no eres consicente de ello



De todas formas, lo importante de las lenguas no es tanto el número de sus hablantes, o sea la cantidad, cuanto lo que se ha llegado a expresar en ellas, es decir, la calidad de sus contenidos.
  

Por esa misma razón algunas de las llamadas lenguas muertas, como el sánscrito, el griego clásico o el latín entre nosotros, están más vivas que muchas de las que hablamos hoy en día, por la importancia de las cosas que se han dicho en ellas. Por eso esas lenguas no han muerto todavía, siguen vivas y coleando, porque son eternas. 


Leo por ahí que el español, o más propiamente el castellano, es una lengua minoritaria todavía en la Red, en comparación con el inglés o el chino, lenguas en las que se redactan miles de blogs y páginas webs. No debería preocuparnos mucho esto, porque lo importante de una lengua no es que se hable o se escriba mucho, sino que en ella se expresen cosas importantes, cosas bellas y verdaderas, o, por lo menos, si no se puede expresar la verdad, que eso parece inalcanzable e imposible,  que se digan palabras que denuncien las mentiras que se hacen pasar por verdades, sobre las que se cimienta la realidad de nuestro mundo. Y para eso sirve cualquier lengua por muy minoritaria que sea.  





sábado, 21 de febrero de 2015

El ciprés, símbolo fúnebre



Que el ciprés (cupressus sempervirens, árbol de follaje perenne siempre verde, de madera resistente y de larga vida) es un símbo fúnebre es algo que nadie pone en duda, acostumbrados como estamos a verlos crecer en cementerios cristianos. Ya los griegos lo consagraron a Hades, su divinidad infernal, y los romanos lo tomaron de ahí para unirlo a Plutón, dando al árbol el sobrenombre de "fúnebre" que aún conserva. El paisaje de la Toscana, sin embargo, está salpicado de innumerables cipreses ornamentales.

Campo de trigo con cipreses, Vincent Van Gogh (1853-1890)

En una célebre oda de Horacio, la dedicada a Póstumo, (II, 14), en la anteúltima estrofa, aparece ya este simbolismo. El poeta le dice a su amigo Póstumo que de todos los árboles que ha plantado sólo los cipreses, odiosos por la muerte que simbolizan, lo acompañarán en su último viaje:

Ay,  qué huidizos, Póstumo, Póstumo, ay,
vuelan los años; ni ha de poner tu fe
freno a arrugas ni a vejez que
urge, ni a muerte que no se aplaca, 

no; ni aunque cuantos días transcurran, tú,
amigo, al insensible Plutón le des
trescientas reses, quien al triple
monstruo retiene, a Gerión, y a Ticio

en triste lago, que hemos de atravesar,
sí, todos los que somos de terrenal
fruto nutridos, ya seamos
reyes o míseros aparceros.

En vano evitaremos a Marte atroz
y olas que en ronco Adriático romperán,
en vano temeremos que haga
Austro en otoño enfermar al cuerpo;

habrá que ver el negro Cocito fluir
de curso lánguido y las danaides, grey
infame,  y el  a eterna pena,
Sísifo el de Éolo, condenado.

Hay que dejar la tierra, el hogar, mujer
querida, y de árboles que plantaste ayer
no han de seguirte, efímero amo,
sino cipreses aborrecidos. 

Un sucesor más digno se beberá
tus cécubos sellados con llaves cien,
y el suelo teñirá de añejo 
vino, mejor que el de nobles cenas.

Ovidio se aprovecha de este simbolismo funerario para reelaborar un mito de transformación en sus Metamorfosis.

Érase una vez  un ciervo consagrado a las ninfas del bosque. No le faltaba de nada al animal, que correteaba y pastaba tranquilamente y libre en la naturaleza, respetado y admirado por todas las criaturas. Su deslumbrante presencia no podía pasar desapercibida ni dejar indiferente a nadie. Sus cuernos brillaban como el oro bruñido a la luz de los rayos del sol; y colgaban de su torneado cuello collares de ristras de diamantes; una cinta de plata, ceñía su frente, de la que pendían pequeñas perlas, que se movían graciosamente a juego con las dos grandes perlas de sus orejas.

El ciervo se dejaba acariciar sin temor por cualquier persona; pero sin duda, con quien más congeniaba era con Cipariso, su mejor amigo, el efebo más hermoso de la isla griega de Ceos. El muchacho acompañaba al ciervo en sus correrías, llevándolo a los manantiales más limpios a beber las aguas más cristalinas y puras y a pastar a los mejores sotos y prados; le hacía guirnaldas de flores que colgaba de sus relucientes astas y, a menudo, montaba sobre su lomo como si se tratara de un caballo. Ambos, el ciervo y el niño, eran las dos más perfectas encarnaciones de la belleza que uno pudiera hallar en aquella pequeña isla, y aun en muchas otras a la redonda.

Cipariso salió un día de caza con su amigo el dios Apolo. Apolo era, además de íntimo amigo, también su amante. Pues a este dios de las artes, y especialmente de la música, no le pasaba desapercibida la belleza sin parangón de Cipariso, del que se había apasionadamente enamorado y con quien procuraba pasar la mayor parte de su tiempo. Divisó Cipariso un bulto detrás de unos arbustos y lanzó contra él su jabalina. Corrió a ver la pieza que había cobrado. El arma del joven cazador había herido de muerte al ciervo consagrado de las ninfas, su ciervo.

Nada pudieron hacer ni Apolo con sus poderes divinos, sus conocimientos médicos y su amor por el muchacho, ni Cipariso, que lloraba desconsolado aquella muerte accidental, deseando, él mismo, la suya propia, culpable como se sentía. Tampoco consiguió Apolo sacar de la cabeza de Cipariso su deseo de morir. El agraciado y ahora desgraciado joven quedó de rodillas, derramando lágrima tras lágrima sobre el cadáver de su amado ciervo, y le suplicó al dios que le dejara llevar luto durante todo el tiempo del mundo por la trágica muerte . Muy triste y apenado quedó Apolo, por la pulsión de muerte de su amigo y amado inconsolable, y con voz honda y profunda pronunció estas palabras: ―Luto serás desde ahora y consuelo del alma doliente.

 Apolo y Cipariso, Claude-Marie Dubufe (1790-1864)



El dios, mal de su grado, aceptó su ruego y convirtió al lindo muchacho en el árbol que lleva su nombre como recuerdo: Kyparissos, Cupressus, Ciprés, relacionado con el duelo y el dolor por los seres queridos, árbol fúnebre donde los haya ya para los romanos, que crecerá en todos los cementerios como símbolo de la perennidad de la muerte.

lunes, 16 de febrero de 2015

Metamorfosis, adaptación cinematográfica de Ovidio

Métamorphoses es una película francesa de Christophe Honoré, estrenada en el festival de Venecia de 2014, que acaba  de editarse en formato DVD en Francia, después de su exhibición en las salas cinematográficas. Basada en el poema épico de temática mitológica de Ovidio del mismo título, es una adaptación contemporánea de algunos de sus mitos,  caracterizados porque sus protagonistas sufren una trans-forma-ción (meta-morfo-sis, en griego) en plantas, animales o minerales.

 

Esta es la sinopsis de la película,  extraída de la página del Festival de Cine Internacional de Gijón: Una soleada mañana, a la salida del Instituto, la inocente estudiante Europa traba contacto con un misterioso camionero. Sin conocerlo absolutamente de nada lo sigue hasta un descampado en las afueras. Allí hacen el amor. Él es joven y guapo; se llama Júpiter, como el dios de dioses. Para enamorar a la chica, cuenta fabulosos relatos encadenados donde las divinidades viven mágicas historias de amor con seres humanos. El primero es el caso de la desaparecida vecina Ío, mutada en becerra por él mismo, tras haberla seducido, para escapar de la ira de su celosa mujer Juno. Atónita, pero no asustada, Europa no sabe si tan seductor individuo es atractivo como un dios o si sencillamente está loco de remate. ¿Acaso importa? Las buenas historias, verdaderas o falsas, embellecen el mundo. Europa decide creer a Júpiter. De su mano descubre una vida nueva en la que los poderosos dioses, libres y errantes, piden limosna a fin de contrastar la buena voluntad de las gentes. Entretanto, continúa produciéndose el juego de las metamorfosis de las formas en otras nuevas; igual que en el colosal poema mitológico de Ovidio, aquí transpuesto a la actualidad. 

 


sábado, 14 de febrero de 2015

Noticia de Heliogábalo, el emperador adolescente



Nacido en Antioquía, ciudad de Siria, en el año 204 después de Cristo, fue proclamado sorprendentemente emperador de Roma a los catorce años, cargo que desempeñará del 218 al 222 de la era cristiana, no llegó a cuatro años. Su verdadero nombre era otro que ahora no importa. Lo relevante es que él se hizo llamar enseguida Elagábalo, que se reinterpretó como Heliogábalo en alusión al sol al que adoraba. Este Rey Sol avant la lettre quiso pasar a la historia como el Sumo Pontífice, o quizá la suprema sacerdotisa, del dios del Sol El-Gabal de Emesa, importando de oriente este culto solar para ponerlo en vigor en Roma como religión de estado, por encima del culto oficial a Júpiter, para lo que hizo traer de Emesa una piedra negra de origen meteorítico, un betilo negro de forma inequívocamente fálica, que representaba a El, la principal divinidad semítica, instaurando un monoteísmo solar, que, de alguna forma, encarnaba también la falocracia del imperio romano.

La belleza de Heliogábalo era radiante, deslumbrante, como los rayos del astro rey que adora, como la de Adonis o Apolo, una belleza femenina, venusina, afrodisiaca, ambigua; oriental, en el sentido etimológico y primario de la palabra, porque viene del sol naciente, desde levante a poniente, a este occidente crespuscular y mortecino: a este occidente desorientado.

El emperador antioqueno, que desprecia la ruda toga romana, habituado como está su cuerpo adolescente al contacto de la fina seda de Damasco, viene a orientarnos, es decir, a orientalizarnos; y nos trae la belleza de un amanecer –Lawrence Alma-Tadema soñó y pintó la corte de Heliogábalo rebosante de pétalos de rosa. Nos trae también, la anarquía, bendita sea, al corazón del imperio romano, representada por un obelisco que los romanos siempre verán con desconfianza.



Las rosas de Heliogábalo, Lawrence Alma-Tadema (1888)

 Enseguida se verá que el joven emperador era un afeminado en el peor sentido que puede tener esta palabra para un antiguo romano tradicional y conservador de la estirpe de Catón el Viejo. Los romanos toleraban que sus emperadores tuvieran, paralelamente a sus relaciones femeninas destinadas a la procreación, algún escarceo amoroso, incluso algún amante masculino o  catamito. Era una moda griega y por lo tanto extranjera, pero no se sentía como bárbara, sino como propia del refinado mundo de la cultura y de la filosofía helénicas. Un ilustre precedente de esta costumbre era el mujeriego Zeus, que se había enamorado de Ganimedes, al que había raptado y subido al Olimpo para que le escanciara el divino licor. Podía verse incluso como un síntoma de virilidad siempre y cuando el emperador adoptara el papel activo, fuera el amante y no el amado.

Se comentaba que algunos de sus ilustres predecesores, el propio Julio, Calígula y quizá  Nerón se habían entregado a tales prácticas alguna vez, pero no dejaban de ser habladurías y chismorreos no siempre dignos de crédito. ¿Cómo el descendiente del divino Augusto iba a ser sodomizado por un esclavo,  como enseguida hizo Heliogábalo, como si en vez de ser el primer ciudadano de Roma fuera él, el emperador, un vulgar catamito afeminado, un concubino destinado al placer estéril de su dueño? ¿Cómo iba a ser  sometido por un  negro dotado de un miembro viril de considerables dimensiones? Ya se encargaba el propio Heliogábalo de ello, pues era requisito indispensable que los amantes del emperador, reclutados entre los forzudos gladiadores, rudos marineros, ágiles atletas y rufianes y sinvergüenzas de los bajos fondos, estuvieran dotados de atributos sexuales de considerables dimensiones –onóbelos, que literalmente significa “miembro de burro-, gentes a veces de la más baja estofa y condición social a los que ofrecía cargos públicos en la administración romana a cambio de sus favores. ¿Dónde se había visto una cosa igual? 

 Busto de Heliogábalo, Museos Capitolinos, Roma

No era habitual que el emperador, la máxima autoridad del imperio romano y dios viviente, fuera poseído por cualquiera de sus súbditos más plebeyos. Pero más intolerable aún era que Heliogábalo, además, para colmo, hiciera público alarde y se sintiera orgulloso de ello. El senador, historiador y contemporáneo Dión Casio nos habla de Hieroclés, un rubio esclavo de la Caria, como el “marido” favorito de Heliogábalo.

Dice la Historia Augusta y, a través de ella, el historiador que la escribe y que se avergüenza de narrar la depravada vida de este personaje: quis enim ferre posset principem per cuncta caua corporis libidinem recipientem, cum ne beluam quidem talem quisquam ferat? Lo que significa algo así como: “¿Quién, en efecto, podría tolerar a un príncipe que recibiera –atención a la sugerencia: recipientem- placer –libidinem- por todos los orificios de su cuerpo, cuando nadie soporta que ni siquiera un monstruo sea así?”

La voracidad de Heliogábalo se ha hecho proverbial prestándole nombre a la gula casi lujuriosa y sin freno. Se habla, todavía hoy, de comidas opíparas o de ágapes dignos de Heliogábalo porque el emperador de refinados gustos orientales disfrutaba de la buena mesa como buen sibarita “bon vivant”.  El Diccionario de la Real Academia Española dice que un heliogábalo (sic, con minúscula) es una "persona dominada por la gula", y explica que es así "por alusión a Heliogábalo, emperador romano, que fue voraz". 

El poeta francés Antonin Artaud le dedicó al emperador Heliogábalo un elogioso libro poético a medio camino entre el ensayo y la novela histórica, titulado “Heliogábalo o El anarquista coronado”, donde celebra que su misión fuera llevar la anarquía a Roma: “Todo tirano en el fondo no es sino un anarquista que se ha puesto la corona y que impone su ley a los demás.”


Pero Roma no podía tolerar que su emperador fuera un anarquista coronado que había hecho dejadez de toda virilidad. Heliogábalo, en efecto, no era Sumo Sacerdote del dios del Sol, sino su sacerdotisa; no era el emperador del Senado y Pueblo Romano, sino su emperatriz.

No es difícil suponer el cruento final del la vida de este adolescente que adoraba al sol: dejó de brillar enseguida, siendo asesinado a los dieciocho años de edad y su cadáver insepulto arrojado al Tíber a su paso por la ciudad eterna, en cuya corriente, en cuya grandeza y hermosura –recordemos aquí a nuestro Quevedo para acabar- huyó lo que era firme y solamente lo fugitivo, que es el nombre, su propio nombre, permanece y dura.

martes, 10 de febrero de 2015

Pedagogos y demagogos

El “paedagogus” era en Roma un esclavo griego que se encargaba de llevar al niño al colegio. Eso es lo que quiere decir la palabra griega “pedagogo”: el que acompaña y guía al niño. La palabra es similar a “demagogo”, ese insulto que los políticos se lanzan a la cara unos a otros no sin motivo, porque todos y cada uno tienen su parte de razón cuando se lo espetan a un adversario, y por eso está teñida de un fuerte matiz despectivo: el demagogo sería el político que, so pretexto de encarnar y representar la soberanía popular, conduce al pueblo por el mal camino, se sobreentiende: el que lo manipula, el que sólo busca su voto para aprovecharse de él y traicionarlo. Y es que “agogós” quiere decir conductor en la lengua de Homero;  “ped(o)” es niño, como en pediatra o pederasta, y “dem(o)” pueblo, como en democracia. Pueden relacionarse sin mucho escándalo, por lo tanto, la pedagogía y la demagogia, los pedagogos y los demagogos, por el elemento que tienen en común, que es la "agogé": lo que en el primer caso nos ha quedado como "agogía" con un resplandor angelical y bondadoso,  y en el segundo como "agogia" con aura maligna, sílaba menos y tufillo demoníaco. Lo uno y lo otro serían dos caras de la misma moneda: el niño o, en el segundo caso, el pueblo, tendrían en común una cosa: se caracterizarían como algo que debe ser conducido a alguna parte por algún experto, llámese "leader", "duce", "caudillo", "Führer", pedagogo o demagogo. 


La connotación positiva de la que se ha impregnado la palabra pedagogo, al contrario de la de demagogo, ya le chirriaba a don Antonio Machado, ya que se entiende modernamente por pedagogo el que conduce al niño hacia la madurez, el Mentor que lo educa y lleva por el buen camino, es decir, el que saca de él lo mejor para que se conduzca bien en la vida… Pero ya nos alertó el poeta de los campos de Castilla y las soledades, a través de su heterónimo Juan de Mairena: Un solo pedagogo hubo, y se llamaba Herodes. Y es que los pedagogos saben a dónde llevan al niño, conocen la meta, que es la integración en el sistema: tratan de hacer que el niño pase por el aro, se domestique, se adultere, y , en definitiva, se convierta en adulto, domándolo como a un potrillo salvaje y rebelde y, en suma, asesinándolo. Ya lo dijo el novelista maudit Jean Genet en alguna parte: "Vivre c´est survivre à un enfant mort". Ellos, los pedagogos, son los que llevan al niño al matadero, los modernos ejecutores de la matanza de los inocentes.

Los adultos deberíamos abandonar la pretensión pedagógica (y ya puestos también la demagógica de gobernar a nuestros semejantes) de educar a los niños maleándolos, como solemos hacer, integrándolos en el sistema y, angelitos que son, corrompiéndolos. No hay nada peor que un pedagogo, porque cree que sabe lo que le conviene al niño, que es desvivirse por un futuro que no existe más que como promesa o amenaza, morir, esto es, dejar de ser un niño, para lo que le lleva a la escuela, ese moderno servicio militar obligatorio, antesala de la esclavitud del trabajo asalariado, o sea de la prostitución mercenaria, que es lo mismo. 

jueves, 5 de febrero de 2015

Los noventa rostros de Venus

Philip Scott Johnson hace en este vídeo un rápido repaso al arte del retrato del rostro femenino en la pintura occidental a lo largo y ancho de los últimos quinientos años. Desfilan en él en rápida sucesión numerosísimas Venus (con)fundiéndose unas con otras: desde la Gioconda de Leonardo hasta el retrato de Françoise de Pablo Picasso. La Sarabanda de Bach pone la banda sonora musical que acompaña a las imágenes.