miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Qué me pongo para la ceremonia de graduación, mamá?

¿Debo ponerme un vestido, llevar traje como Dios manda y corbata o quizá pajarita, maquillarme, ir a la peluquería, afeitarme tal vez? ¿Puedo ir de sport? Ya se encargan los demás de responder a estos interrogantes adolescentes, a veces con respuestas que son otras preguntas como: ¿Cómo vas a ir así, sin depilarte las axilas, hija mía, si es una ocasión especial, si sólo te gradúas una vez en tu vida, si es como la celebración de tu mayoría de edad y la entrada en la sociedad y puesta de largo que había antes? 

Resulta que yo, que siempre desaconsejo a mis alumnos, con muy poco éxito, la verdad sea dicha, que  se gradúen, y ellos casi nunca me hacen caso y se gradúan en su mayoría, me he visto obligado a asistir a una de estas ceremonias en calidad de tutor de un grupo de segundo de bachillerato y a entregar los diplomas correspondientes. Así que ahora, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, me pongo aquí a dar la chapa y a desentrañar etimológica- y gradualmente la palabra graduación.

¿Qué es graduarse? La palabra viene de grado, que en origen significa paso, marcha, y tiene un femenino que es grada, propiamente peldaño, de donde derivan gradería y graderío también. En las gradas vemos que suceden muchas cosas: hay guerras cuando hay partido, hay ovaciones y abucheos, a veces sangrientas peleas, otras simplemente violencia o pequeñas trifulcas, porque las gradas no sólo son los asientos corridos en el estadio o anfiteatro, sino también por metonimia el público que sienta sus posaderas en ellos. Pero hay grados y grados, e incluso posgrados: lo mismo que graduados y posgraduados. Y ceremonias de graduación.



 Teatro romano de Mérida visto desde las gradas
En composición el sufijo -grado quiere decir que anda: plantígrado, con la planta del pie como el oso, o digitígrado o saltígrado o retrógrado, que camina hacia atrás. Pero hay grados y grados: grados de temperatura, grados Celsius o centígrados y Fahrenheit, grados del adjetivo: positivo, comparativo y superlativo, y este último absoluto o relativo a su vez, como nos enseñaba la gramática. 

Y entre los grados, no olvidemos  los de alcohol o los de una quemadura. Y volvemos al mundo de la enseñanza, grado es el título académico que se alcanza al superar cada uno de los niveles educativos o, más propiamente, de estudio. Y volvemos a la graduación: aparte de la categoría militar jerárquica o de la proporción alcohólica de las bebidas espiritosas, es la acción de graduar(se) o recibir un título acreditativo de un nivel obtenido, frente a la gradación, o serie ordenada en grados sucesivos ascendentes o descendentes. 

La palabra latina que está detrás de los grados y las gradas es GRADVS, de la cuarta declinación. Originariamente era masculina, y evolucionó en castellano a grado, pero se creó sobre ella una pareja femenina grada, como ha quedado dicho. De grado deriva, en contexto militar, degradar, quitar el grado.

El verbo latino GRADI, andar, del que conservamos en castellano el participio de presente gradiente, sufre ya en latín al entrar en composición una apofonía vocálica o alteración de timbre que convierte la A breve de su radical en E, que conservamos en castellano, por lo que nos encontramos con AGREDI (agredir), CONGREDI, DIGREDI, EGREDI, INGREDI (ingrediente), PROGREDI, REGREDI, TRANSGREDI (transgredir y trasgredir)
, todos ellos esdrújulos en latín.

Estos verbos hacen el participio de perfecto en -SVS -SA -SVM (cuando la mayoría lo hacen en -TVS -TA -TVM) porque su raíz, acabada en consonante dental sonora,  al encontrarse con otra consonante como ella, en este caso sorda, la del sufijo del participio,  -DT-,  evoluciona a -TT- por asimilación regresiva de sonoridad. La primera oclusiva cierra sílaba y la segunda abre la siguiente, estableciéndose entre ambas un límite silábico -T/T-, que es muy difícil de mantener sin que surja entre dientes, nunca mejor dicho, el escape incontrolado de un soplo de aire, que provocará en esta región articulatoria, según Pierre Monteil, la aparición de un fonema silabante como por arte de magia: una -S- parásita. La silbante intrusa entre las dos oclusivas dentales (-TST-)  contagiará su aspiración por asimilación bilateral regresiva y progresiva a las dos oclusivas que la encierran, lo que desembocará en -SS-. Por lo tanto, nos encontramos a fin de cuentas con los participios llanos AGRESSVS, CONGRESSVS, DIGRESSVS, EGRESSVS, INGRESSVS, PROGRESSVS, REGRESSVS y TRANSGRESSVS.



La raíz original GRAD- que está detrás tanto del sustantivo GRAD-VS como del verbo GRAD-I remonta por su parte en la prehistoria de la lengua a una raíz indoeuropea: *ghredh-, la número 691 en el diccionario de Pokorny, que significaría andar, marchar, como revela el parentesco con otras lenguas de la misma familia. El latín GRADI estaría emparentado con la rama balto-eslava de desgajamiento del protoindouropeo, dando lugar por el lado báltico al lituano gridiju “marchar”, y por el eslavo al eslavo antiguo grędǫ y al ruso grjadú, y por otro lado, con la rama céltica por el antiguo irlandés in-grenn. La raíz latina tendría el grado, precisamente, cero *ghredh.

La raíz GRAD-, pues, la conservamos en grada, graderío, gradiente, grado, graduar, gradual, graduación, gradación, degradar (pero no en agradar, porque el agrado viene de lo que nos es GRATVM, o sea, grato, donde la oclusiva dental se ha sonorizado entre vocales, dando lugar a la confusión); modificada como -GRED- la conservamos en agredir, tra(n)sgredir, ingrediente, y como -GRES- en agresión, agresivo, agresor; congreso y congresista; digresión; el americanismo egresar; ingresar, ingreso; progresar, progresión y progreso; regresar, regresión y regreso; tra(n)sgresión y tra(n)sgresor.

Desde hace algunos años se han puesto de moda las ceremonias de graduación que clausuran al final del curso escolar el término de un ciclo académico, en las que se entrega un diploma o título a los alumnos que se han hecho merecedores de él, y que ese día suelen ir vestidos de gala para la ocasión. Esto nos viene, como casi todo lo malo de los Estados Unidos de América, del mismísimo corazón del Imperio donde el acto concluye con el baile de graduación (graduation dance), que constituye un rito de paso  difundido hasta la saciedad en numerosas películas americanas sobre adolescentes, como la inolvidable e iconoclasta Carrie, cuya protagonista destruye el gimnasio donde se celebra el acto con sus poderes mentales para vengarse de la institución y de sus propios compañeros y profesores, desatando toda la ira y dando rienda suelta al odio que lleva dentro acumulados contra la institución académica.

Esta ceremonia made in USA  se imita en el resto del mundo, como sucede con tantos otros norteamericanismos, por ejemplo con el Jálogüin o Jalogüín, o con el dichoso Santa Claus/Papá Noel,  que casi desbanca, si nos descuidamos y no hacemos algo para remediarlo, a los entrañables Reyes Magos: es el triunfo del american way of life, hasta el punto de que en nuestra sufrida piel de toro toreado y sacrificado en el ruedo ibérico no sólo se celebran estos actos al concluir un grado, como llaman ahora a las antiguas diplomaturas y licenciaturas, que antes duraban tres y cinco años respectivamente, y ahora cuatro en el mejor de los casos ambas, sino también al acabar el bachillerato, los ciclos formativos y hasta la ESO y si nos descuidamos la EPO, que sería la Educación Primaria Obligatoria. 



Y yo me pregunto: ¿Por qué ese afán de clausurar un curso escolar? La respuesta es evidente: para poder empezar otro. Hasta tal punto se nos ha metido en la cabeza aquello de que NON PROGREDI EST REGREDI, o sea que no progresar es regresar, que no caminar hacia delante es hacerlo hacia atrás que sólo nos planteamos seguir adelante a cualquier precio sin quedarnos nunca quietos un momento y pararnos a reflexionar y cuestionar a dónde vamos y la nefasta idea del progreso y del futuro que lleva implícito. 

Hay una frase muy bella de Borges, el ilustre retrógrado, que no puedo dejar de citar en este punto entresacada del Libro de los Seres Imaginarios o Manual de Zoología Fantástica: "No olvidemos el Goofus Bird, pájaro que construye el nido al revés y vuela para atrás, porque no le importa adónde va, sino dónde estuvo." ¿No sería mejor dejar indefinidamente abierto el curso, este mismo por ejemplo, sin conclusión, como de hecho es el recorrido de nuestra vida en la que tenemos tantas cosas que aprender y, sobre todo, tantas tan mal aprendidas que desaprender, y no graduarnos nunca?

domingo, 28 de mayo de 2017

Humanidades ¿una opción que cierra puertas?

"Elegir Humanidades (Latín y Griego) cierra muchas puertas". Así, literalmente,  he oído decir  más de una vez a más de un profesional de la enseñanza y responsable incluso de la llamada orientación educativa. Así lo he oído decir, y se ha dicho sin ningún sonrojo ni rebozo públicamente en más de una evaluación final a la hora de dar el consejo orientador, que no prescriptivo, a los alumnos que se graduaban en Educación Secundaria Obligatoria.

Aseguraban estos consejos (des)orientadores que era mejor que tanto los alumnos indecisos como los que no lo estaban eligieran  el Bachillerato de Ciencias porque el "otro" era algo así como un camino sin retorno que les cerraba muchas puertas, una especie de callejón sin salida. Si elegían Ciencias, podían pasarse luego a una carrera de Letras sin ningún problema, argumentaban (si a esto puede llamarse "argumentación"),  mientras que si elegían Letras  no podrían pasarse a una de Ciencias (?).



Hay que tener en cuenta que cualquier elección que hagamos en la vida cierra, en sentido estricto, al menos una puerta, porque optar por una posibilidad supone excluir por lo pronto otra, si no son varias más las que se descartan. Pero debemos verlo por el lado positivo  del asunto, que también lo tiene y es más importante: hay que elegir, y cualquier elección que hagamos nos abre también otras posibilidades, otras puertas que  hasta ahora han estado cerradas para nosotros. Lo que no está tan claro, por lo menos para mí, es si somos nosotros los que elegimos las cosas o si, más bien, son ellas, las cosas, las que nos eligen a nosotros, las personas,  seduciéndonos y atrayéndonos hacia su órbita como piedras magnéticas. 

Se supone que las puertas que cierra el Bachillerato de Humanidades  -y no me gusta que se llame así, porque me suena, lo siento,  a "vanidad de vanidades", bíblicamente, o a "manualidades", será por lo fácil de la rima consonántica, prefiero el nombre tradicional de Letras-  son las de las salidas al mercado laboral. Pero eso es mucho suponer, porque eso significaría que las puertas del mercado del trabajo están abiertas de par en par a los numerosos ingenieros y no menos prolíficos economistas, científicos y tecnólogos que pululan por el vasto universo con un título debajo del brazo, lo que es, como digo, mucho suponer, habida cuenta del creciente índice de paro que afecta a todos los sectores y la proliferación del llamado trabajo precario, si es que no son precarios ya todos los trabajos y la propia idea de "trabajo" en sí.

Se supone que las puertas que nos cierra la elección de Humanidades son las de la Ciencia y las de la Tecnología, que adelantan que es una barbaridad, como dicen los nuevos crédulos o creyentes. Concedamos esto último, aunque habría mucho que discutir sobre el particular y sobre las llamadas ciencias humanas o sociales frente a las otras, las "naturales". Pero, en cualquier caso, insisto, hemos de pensar en las puertas que nos abre esta elección, que son las de la cultura y el humanismo, las de las letras,  tan importantes o  no menos importantes que las otras. A fin de cuentas, como dijo Terencio, homo sum. (soy un ser humano, una persona, hombre o mujer, da igual), humani nihil  (nada de lo que sea humano)  a me alienum puto (considero que me sea ajeno).



Lo que debería importarnos es, en primer lugar, que hayamos elegido según nuestro gusto y criterio,  y según nuestros intereses. Si yo voy a estudiar, pongo por caso, Filología Inglesa o Traducción e Interpretación, porque me gusta el Inglés o porque me interesan y se me dan bien los idiomas en general, debería elegir el Bachillerato de Humanidades, y estudiar, entre otras materias, Latín y Griego, porque son importantes o básicas para la formación de cualquier filólogo, traductor o lingüista que se precie.

¿Qué sucede si, siguiendo el consejo "orientador" cacareado, me inclino en este caso por la opción del Bachillerato Científico y Tecnológico, porque, según dicen, no cierra tantas puertas como el de Humanidades y a fin de cuentas voy a seguir estudiando el mismo inglés haga Letras o Ciencias? Pues en principio nada grave. Tampoco vamos a exagerar ni a hacer aquí un drama (o una tragedia griega) de ello. De hecho nada impide, porque no es obligatorio, que después de cursar un Bachillerato de la modalidad científica-tecnológica-sanitaria uno se matricule en Filología Inglesa o en Traducción e  Interpretación. Nada lo impide, realmente, y hay alumnos de hecho  mal asesorados que lo hacen, pero eso no significa que sea aconsejable desde un punto de vista educativo, pedagógico y propedéutico porque, de hacerlo, vamos a tener seguramente muchas carencias en nuestra formación, que no tienen por qué ser insuperables, pero que sí son desde luego importantes y dignas de consideración.

Lo mismo sucede al revés. Nada nos impide, por caso, después de cursar un Bachillerato de Humanidades, matricularnos en una Ingeniería Técnica o en Medicina. No es cierto que sea obligatorio, sino aconsejable,  cursar determinadas asignaturas en Bachillerato, en función de los estudios posteriores. Nadie ni nada nos lo prohíbe, pero algo nos dice, tal vez el sentido común, que suele ser, como dijo el otro, el menos común de todos los sentidos,  que si tiramos por ahí tendremos que subsanar algunas lagunas en nuestra formación.



Claro está que también se puede elegir algo no en función de estudios posteriores, porque a veces no sabemos si vamos a seguir estudiando o no,  o qué vamos a estudiar después, sino en función del interés que suscitan en nosotros las cosas que nos llaman, porque son ellas, como decía antes, las que nos llaman a nosotros,  que eso y no otra cosa es la vocación: una llamada.

En ese sentido podemos decir a favor de los estudios de Letras (y no me refiero sólo al Latín y al Griego, claro está), parafraseando un párrafo de  Cicerón de su discurso de defensa del poeta Arquias, donde hace una apología de la cultura y la literatura en general y de la poesía en particular, que estos estudios -y aquí debemos entender la palabra estudio en su sentido etimológico de "afición, afán, empeño", algo que se hace por amor no por obligación ni por interés laboral futuro-   alimentan nuestra adolescencia y juventud (haec studia adulescentiam alunt), enriquecen nuestra madurez y vejez deleitándonos (senectutem oblectant), nos acompañan en las situaciones favorables de la vida  y adornan nuestra prosperidad (secundas res ornant), nos ofrecen un refugio y un consuelo en la adversidad (aduersis perfugium ac solacium praebent), nos agradan y deleitan en casa (delectant domi), no nos estorban cuando viajamos fuera (non impediunt foris), duermen con nosotros (pernoctant nobiscum), viajan de hecho con nosotros porque van dentro de nosotros mismos (peregrinantur), incluso se vienen con nosotros al campo cuando huimos de la jungla de las ciudades (rusticantur): nos siguen como nuestra propia sombra tanto en los ocios como en los negocios del trabajo. Nos acompañarán, en definitiva, durante toda la vida sin abandonarnos nunca. 

Sólo me queda finalmente felicitar, ahora que está a punto de concluir un curso académico más (y suma y sigue) a los seguramente pocos alumnos, (pero lo importante no es el número ni la cantidad), que, pese a los consejos desorientadores,  opten, contra viento y marea, por esta elección del Bachillerato de Humanidades o de Letras,  que cierra  algunas puertas, como todas las elecciones que se hacen en la vida, porque como hemos dicho no hay ninguna elección que no lo haga, pero que también, a la vez,  abre otras puertas, y muchas y muy gozosas, por cierto.

Siempre se dijo que las Letras, como se las llamaba antes cuando se las contraponía a las Armas, no servían absolutamente para nada. Y es verdad, pero ahí es donde radica precisamente todo su valor: si no sirven para nada práctico o no tan práctico como las Armas, que ya se sabe para lo que sirven y quién las carga, nosotros tampoco vamos a servir a ningún fin pragmático, es decir, no vamos a ser siervos, que eso significa etimológicamente servir: ser esclavo de un fin y de una utilidad práctica. Y qué mejor que no ser esclavos cuando de lo que se trataba era de ser un poco más libres por lo menos de lo que somos.

jueves, 25 de mayo de 2017

Celebrando a Euclides de Mégara


Cuando la pitonisa de Apolo del oráculo de Delfos sentenció que el hombre más sabio del mundo era Sócrates, el propio nominado fue el más sorprendido por semejante respuesta,  y se dedicó, como buen amigo que era del saber, a averiguar qué podía haber de cierto en ese sorprendente veredicto oracular. 

Fue visitando una tras otra a todas las personalidades de la Atenas de su época, que era la de Periclés, a  políticos, intelectuales, artistas, preguntándoles qué sabían. La sola pregunta resultaba impertinente porque cuestionaba la supuesta posesión de la verdad de sus sapientísimos conciudadanos.

La figura de Sócrates resultó enseguida incómoda a los poderosos de aquel mundo, que es este mismo nuestro, todavía, tanto que llegaron a compararlo con un tábano, o una mosca cojonera, diríamos hoy con expresión más castiza. Pues resultaba molesto que alguien pusiera en tela de juicio la realidad preguntándose una y otra vez qué son las cosas.

Ante la afirmación que hacen algunas personas, generalmente bien instaladas dentro del sistema de dominación democrático vigente, de que "Así es la realidad" o "Así son las cosas" o "Las cosas son como son", Sócrates se preguntaba una y otra vez:   ¿cómo son las cosas?, ¿qué son las cosas?, ¿qué es la belleza?, ¿qué es la libertad?, ¿qué es la política?, ¿qué...? Ese era el quid, la clave, de la cuestión: la pregunta se renovaba constantemente, siempre viva en el aire.


Quizá lo que había querido decir el oráculo, concluyó un buen día cansado de tanto preguntar, era que él era el hombre más sabio del mundo porque era el único, si acaso, consciente de su vasta ignorancia. 



Por eso se dedicó a desengañar a los que querían escucharle y conversar con él atendiéndose a razones, jóvenes mayormente de clase alta, desocupados y aún no integrados en la sociedad adulta, como el bellísimo Alcibíades, lo que le granjeó la antipatía general de los mayores y lo que acabaría llevándolo a la muerte, reo de pena capital  por corromper a la juventud con sus enseñanzas, aunque más propiamente habría que llamarlas “desenseñanzas” o desengaños, así como por no creer en los dioses en los que creía la ciudad y por meter otros. Fue condenado a beber la cicuta letal por el régimen democrático de Atenas, ilustre antecedente del que padecemos ahora.




El proverbio latino "philosophum non facit barba" (La barba no lo hace a uno filósofo) advierte sobre el hecho de que las apariencias engañan. Solemos decir que no hay que confundir la realidad con sus avatares, pero de hecho, en verdad,  la realidad está constituida precisamente por sus apariencias, con las que se funde y confunde, y eso es lo que un filósofo debe denunciar: las mentiras que a modo de columnas sostienen el tinlgado de la realidad.


No es sólo que las apariencias engañen, como dice el refrán, y es verdad, y, por lo tanto, no hay que fiarse nunca mucho de ellas, es que, además, las apariencias son la única realidad que hay. Ya se sabe que la mujer del César no sólo debía ser honesta, sino sobre todo aparentarlo: de hecho era más importante guardar las apariencias que lo otro. A César lo retrató Salustio para siempre cuando lo contrapuso a Catón de Útica y dijo de este último: esse quam uideri bonus malebat ("prefería ser bueno a parecerlo"). Julio César, por el contrario, prefería guardar las apariencias.

Sócrates era frecuentado por muchos discípulos, como hemos dicho: el más famoso será Platón, fundador de la Academia, y de la filosofía académica que vino después. Uno de los menos conocidos, sin embargo, fue Euclides, fundador de la escuela de Mégara, del que queremos hacer aquí mención, para celebrar su nombre, que no hay que confundir con el matemático alejandrino que también se llamaba Euclides, mucho más conocido por la posteridad. 

Cuando se les prohibió en Atenas la entrada a los varones megarenses a propuesta de Periclés, lo que sucedió en el año 432 antes de Cristo, en que los atenienses expulsaron a los de Mégara y prohibieron el comercio entre ambas ciudades, hecho que rompió los tratados de paz vigentes y contribuyó a la guerra del Peloponeso, Euclides era capaz de hacer cualquier cosa para escuchar los razonamientos de Sócrates. 

Se cuenta que al anochecer se vestía con una larga túnica de mujer y se cubría con un palio multicolor –paliaba, pues, así su condición viril y de megarense, haciendo uso de esta palabra que procede del nombre de la prenda griega de vestir por excelencia, el palio o manto de lana que se echaban sobre los hombros tanto hombres como mujeres, siendo el de ellas más vistoso y colorido-, y con la cabeza velada por un chal, iba desde su casa en Mégara hasta Atenas, para escuchar las palabras aladas y desengañadas del maestro y participar en sus conversaciones durante la noche. Y antes de que cantara el gallo, recorría el camino de vuelta a casa de una distancia de poco más de veinte millas que se dice pronto y se tarda no poco en recorrer.

Euclides vistiéndose de mujer, Domenico Maroli (ca. 1612-1676) 

¿Qué sucede ahora? Lo primero que no hay maestros porque había uno y este régimen democrático que padecemos lo condenó a muerte, y a la filosofía la redujo, en el mejor de los casos, a ser Historia de la Filosofía, y casi ya ni eso,  gracias a la vigente ley educativa española. 

Lo segundo,  que si los hubiera, que no los hay, tendrían que ir ellos a buscar a sus discípulos, y esperar a que se despertaran de la borrachera indecente, bien mediado el día, después de haber dormido todo el vino nocturno como consecuencia del botellón finisemanal. ¿Por qué beben los jóvenes? Beben para olvidar que la verdad es que no hay verdad, y que, por lo tanto,  el fin-de-semana no es el fin de la semana, porque esta vuelve siempre a renacer de sus cenizas, como el ave Fénix, y a renovarse constantemente para volver a empezar siempre el lunes, porque no tiene fin de verdad, y porque, al fin y a la postre, la verdad tampoco está en los posos del vino.


Si algo nos ha enseñado Sócrates es que la sabiduría no se posee, es el amor a la verdad que nos lleva a cuestionarnos lo mucho paradójicamente que creemos saber, las muchas apariencias o velos de Maya que configuran la realidad. Ya que la verdad nos es inaccesible por las mentiras con que se recubre, nuestro amor está condenado a ser un amor imposible y no correspondido, un amor platónico, nunca mejor dicho, sólo "filo-" querencia porque nunca poseeremos el objeto hacia el que se orienta nuestro deseo, la "-sofía", que es la sabiduría. Nos limitaremos siempre a ir desvelándola, para lo que tendremos que travestirnos nosotros como el buen Euclides de Mégara, y recorrer más de veinte millas al anochecer y entrar así en la ciudad prohibida poniendo en peligro la integridad de nuestra vida y propia persona, que es lo que siempre está en juego. 

Pero de Euclides de Mégara ya nadie se acuerda, y de Sócrates, el Sócrates de verdad, que no escribió ni una sola palabra y no porque fuera analfabeto, que no lo era, sino todo lo contrario, del Sócrates verdadero,  no del de Platón, que ese no es más que un personaje de ficción, de ese tampoco se acuerda casi nadie ya.





miércoles, 17 de mayo de 2017

Carne de cañón (bella matribus detestata)

Leo en uno de esos periódicos gratuitos que pululan en lugares públicos de paso como estaciones de trenes y autobuses un anuncio publicitario de las Fuerzas Armadas patrocinado por el Ministerio de Defensa (entiéndase el eufemismo: de la Guerra, como se decía antes cuando se llamaba a las cosas por su nombre) del Gobierno de España, un derroche gráfico a toda página, en color, con seis fotografías donde se ve claramente a soldados españoles con el pendón rojigualdo en el brazalete, sonrientes en diversos escenarios internacionales: Centroamérica (1990), Bosnia-Herzegovina (1994), Haití (2004), Líbano (2006), Chad y Afganistán (2008): 20 años, que no son nada según la copla. En la enumeración se oculta cuidadosamente la misión de Iraq, como si no hubiera existido nunca, como si no hubieran estado también allí las huestes carpetovetónicas. 

Bella matribus detestata, Jiri Anderle (1936-...)
 
Son las “misiones internacionales” (sic) de estos nuevos misioneros que ya no van con la Cruz a cuestas sino con la Espada a defender la paz y los derechos humanos, mercenarios a sueldo del Estado dispuestos a violar sistemáticamente ambas cosas para defenderlas, provocando conflictos –ellos nunca dicen “guerras”, sino conflictos, que suena más light y políticamente correcto como la tolerancia cero que practican- para desfazer entuertos, porque el ejército, cualquier ejército en particular y el ejército en general, es más peligroso que un mono neurótico con dos pistolas rebosantes de munición en el cargador. Y máxime si se presenta como una hermanita de la caridad con abnegado espíritu de servicio, con cristiano sentimiento del deber y abnegación, amante de la vida aventurera y del lado arriesgado y peligroso de la vida. 

Más cifras para la reflexión y el escalofrío: 100.000 soldados hispánicos repartidos por 4 continentes del universo mundo en 50 misiones humanitarias (eufemismo políticamente corregido que disfraza los conflictos). Y todo esto bajo el lema de “el valor de servir”.

Preguntémonos: ¿Para qué o a quién tienen el coraje de servir esos soldaditos españoles de plomo, soldaditos valientes? Sirven en primera instancia a las armas que portan. Las armas, lejos de ser un instrumento del que las empuña, convierten al soldado que las lleva en una herramienta a su servicio: el soldado servirá para apretar el gatillo. También sirven a los Señores de la Guerra que las fabrican y que se frotan las manos vendiéndoselas a países democráticos como, por ejemplo, Israel, por no hablar de las rancias teocracias como Arabia Saudí.

Bella matribus detestata, Georges Rouault (1871-1958)

¡Tienen el valor de aprovecharse de la crisis económica para atraer a incautos jóvenes sedientos de novedades con el señuelo de la aventura, con el anzuelo de la estabilidad mercenaria de un sueldo fijo para toda la vida y con el trampantojo del servilismo a ultranza como si se tratara de una inocente ONG! ¡Señora Ministro de la Guerra, y digo bien Ministro porque me resisto a decir Ministra, puesto que la Guerra siempre ha sido cosa de hombres, y si ahora, desgraciadamente, también es asunto de mujeres, es porque se igualan en lo peor a los varones! Señora Ministro, usted que ha sido madre recientemente, no conoce seguramente el verso de Horacio “bella matribus detestata” que expresó de una vez por todas lo que sienten las madres, a poco que se dejen llevar por los sentimientos de su corazón, por las guerras: las aborrecen, deberían aborrecerlas con toda su alma porque las guerras les arrancan a sus hijos de sus entrañas -y ahora podemos poner eso tan moderno también: hijo/as- en la flor de la vida.

Vd., señora Ministro, como madre debería aborrecerlas también si se dejara llevar por sus sentimientos. Claro que las aborrece, dirá, y se declarará pacifista. Y llegará a decir, en el colmo de los colmos, que el Ministerio que Vd. regenta no es el de la Guerra sino el de la Paz. Y es que hemos llegado a la confusión orwelliana de llamar a la guerra paz, y a la mentira verdad: el mundo al revés. Seguramente, además, su hijo no tendrá nunca necesidad de ser carne de cañón, y alistarse en el ejército profesional y mercenario para sobrevivir en la jungla…

lunes, 8 de mayo de 2017

Diógenes el Perro (Pedro García Olivo)

Pedro García Olivo recrea una anécdota de Diógenes el Perro, transcrita por su homónimo Diógenes Laercio en Vidas de los filósofos más ilustres:

Con un poco de pan de cebada y agua se puede ser tan feliz como Júpiter
Diógenes de Sinope, alias El perro.

De espaldas al Poder y al Mercado

Diógenes tomaba el sol en el ágora, rascándose la barriga -señal de bienestar. A su alrededor, se repetía el trajín de todos los días, jaleo de gentes “instaladas” que compran o venden, que salen de sus casas o van a sus casas, que hablan de negocios o de política, que distribuyen su tiempo entre las innúmeras tareas marcadas para la jornada -pues, ya por aquel entonces, “el tiempo era oro”. Diógenes los ve pasar, como abejas atareadas, como hormigas en desfile; y se rasca la barriga, mientras disfruta del sol. Es un mendigo; y come de lo que le dan, poco o mucho, a cambio de nada, a cambio de ser él mismo, de sus palabras afiladas y de sus escenificaciones ofensivas. Mientras los demás trafican y mienten, él se rasca la barriga.


 Quiere la leyenda que aparezca entonces Alejandro Magno. Yo le llamo Alejandro-el Estado... Y Alejandro reconoce a Diógenes, el filósofo desvergonzado, con la tripa al sol. Se acerca y le declara su admiración: “Diógenes, yo te admiro. Ya sé que somos enemigos; ya sé que eres un veneno o una plaga para el Imperio; ya sé que, si todos fueran como tú, mi poder no se sostendría ni un día; ya sé que me desprecias; ya sé que te burlas de mí. Pero te admiro... Te admiro por tu honestidad y tu integridad; te admiro por tu coherencia. Te admiro porque haces lo que ya nadie hace: pensar la vida y vivir el pensamiento. Te admiro porque eres el único, en todo el Estado, que no está en venta. Y porque te puedes declarar sencillamente “libre” en un mundo de ciudadanos/esclavos y esclavos/no-ciudadanos. Por eso, porque te admiro, deseo concederte el don que tú quieras. Pide cualquier cosa y te será otorgada. Pide lo que quieras y lo haré tuyo. Pídeme a mí, el Estado, cualquier clase de Bienestar, todos los bienestares que te apetezcan, y te los concederé. Si quieres el Bienestar del Estado, seré para ti un Estado del Bienestar. Pide cualquier cosa y tu palabra será ley”.

Decía Mishima que “la altura de un hombre se mide por la de sus enemigos”, y Alejandro debía considerarse “muy alto” al elegir a Diógenes como adversario. Pero Diógenes no estaba dispuesto a reconocerle “tanta altura”...

- ¿De verdad me darás lo que te pida? -pregunta el quínico insolente, peligroso, con lengua de serpiente y astucia de zorro? ¿Se cumplirá sin más mi deseo?

Alejandro se ruboriza. Procura, sin conseguirlo, disimular el temor que le embarga. Padece casi un acceso de pánico -con un quínico nunca se sabe, con Diógenes jamás está dicha la última palabra... Pero, cautivo de su propia iniciativa, rodeado de curiosos, no tiene más remedio que seguir adelante, aún con terror, con dudas...

Alejandro y Diógenes, Paride Pascucci, 1891
 
-Pídeme lo que quieres y te será concedido, excepto si lo que pides atenta contra mi propia auto-conservación, por supuesto.

Diógenes, que ha percibido la angustia en las palabras de Alejandro, “su temor y su temblor”, como diría Kierkegaard, sonríe tal una hiena y prosigue con su escenificación.

- Te lo pregunto por última vez: ¿Me concederás lo que te pida, sea lo que fuere, si eso que deseo no atenta contra tu propia auto-conservación?

- Así es, Diógenes. En prueba de mi reconocimiento de tu dignidad, reconocimiento de tu talla humana, aún siendo el enemigo más temible que cabe concebir sobre la faz del Imperio, te concederé lo que desees.

Y Diógenes deja de rascarse la tripa, se incorpora un poco, las manos sobre las piedras del suelo y los ojos entornados por la claridad cegadora de la mañana:
- Esto es lo que quiero, “Alex”. Que te apartes un poco porque me tapas el sol.


Y Alejandro-el Estado se retira, humillado, con todos sus bienestares a cuestas, en medio de las sonrisas sarcásticas de la muchedumbre y bajo el gesto triunfal de Diógenes, que se tumba de nuevo, con la panza al sol.

Esta anécdota, incluida también en el libro La Secta del Perro, de C. García Gual, se ha interpretado muchas veces en clave exclusivamente política: el quínico da la espalda a la autoridad, al poder, desiste en lo posible de padecerlo y siempre de ejercerlo.

Por eso, “se va al margen”. Diógenes no quiere nada, absolutamente nada, del Estado, de la Administración, de las Instituciones. Le basta con mantener alejada a la Autoridad, con que no se cruce en su camino... Pero la anécdota admite también una interpretación económica, lectura que me interesa subrayar aquí: como casi nadie hoy día, Diógenes da la espalda asimismo al Mercado. Da la espalda al dinero, al valor de cambio, a la propiedad, al salario,... Por eso no le pide a Alejandro una fortuna, una posición, una casa, unas tierras, unos esclavos, un negocio... Le basta con su “tinaja” para dormir por las noches y con lo que la gente le dé por sus diatribas y sus provocaciones, que se suscitan de forma espontánea, sin público establecido, sin “circo” o “teatro”, en cualquier lugar y a cualquier hora, ante muchos o ante pocos.




jueves, 4 de mayo de 2017

Releyendo a Catulo (José Agustín Goytisolo)

(Reproduzco por su interés el artículo que publicó el escritor y poeta José Agustín Goytisolo en el diario El País sobre el también poeta Gayo Valerio Catulo).

Mis Lecturas

El escritor y poeta, cuyo último libro publicado es Cuadernos de El Escorial, ha elegido la figura de Catulo por cuanto tiene de ejemplar para expresar su convicción en que la literatura, la creación y la posible belleza que surja de ellas no depende tanto de los temas elegidos como del talento de quien los narra o canta. 
 
RELEYENDO A CATULO

José Agustín Goytisolo

Es un caso paradigmático de escritor que convierte en belleza todo cuanto toca.

Lesbia, Ralph (El País, 27-04-96)

Existe cierto tipo de lectores que esperan que un escritor emplee siempre en sus creaciones frases y palabras delicadas, dignas y que no escandalicen sus oídos en vez de usar términos vulgares y groseros; y esperan, también, que el tema de sus obras sea noble, austero y ejemplar. 

Pero hay artistas de la palabra que vulneran expresamente esa norma, pues no creen que existan ni palabras, ni lenguaje, ni tema, que sean expresamente literarios, poéticos, hermosos, y afirman que cualquier tema, dicho con el lenguaje apropiado, puede ser objeto de belleza o de poesía, desde la palabra catalogada como soez hasta la frase más malsonante, siempre que estén tratadas, eso sí, con maestría, arte y artificio, y en un contexto apropiado. Esto se refiere, claro está, a los verdaderos escritores, a creadores de talla que, como Cervantes o Quevedo, por poner dos altísimos ejemplos de nuestra literatura, no han dudado en emplear palabras y dichos del pueblo llano. Pero un creador mediocre que no conoce los límites ni el ámbito literario nada conseguirá llenando sus obras de nombres y frases procaces, así, sin más. 

Catulo es un caso paradigmático de escritor que sabe convertir en belleza todo cuanto toca, aunque para ello deba usar un vocabulario y una fraseología licenciosas, impúdicas y desvergonzadas. Catulo no se dedicó exclusivamente a cantar los ambientes distinguidos y cultos de Roma, que conocía muy bien, puesto que los frecuentaba,  sino que se propuso además poetizar temas que le sugerían lugares plebeyos, expresiones barriobajeras que eran comunes en tabernas y tugurios que él visitaba. Y así debe entenderse su poesía, una mezcIa de lo más refinado con lo más canalla, pues Catulo sabía que en uno u otro ambiente late siempre el corazón del hombre, con toda su riqueza y vitalidad, y que él era artista no por sentir emociones, sino por saber hacer emocionar a los demás mediante la perfección de su obra, empleando cualquier clase de materiales, pues su oficio ennoblecía. 

En la reducida y deslumbrante obra de Catulo se pueden hallar poemas aparentemente vulgares y hasta groseros, pero sólo aparentemente, ya que el texto es siempre bello. Catulo creía, y así lo escribió, que un artista debía ser un hombre que llevase una vida social como los demás hombres, en cuanto ciudadano; pero en cuanto creador, no le era preciso aparentar "normalidad", sino que muy bien podía reflejar en sus poemas la otra cara de la moneda, es decir, un mundo real como el de las pasiones ocultas, también conocidas por los aristócratas. Conoció a personas que se daban a la avaricia, a la gula, al robo, a la iniquidad y a la mentira; pero también encontró gente bondadosa, caritativa, generosa y amable. Sobre estos últimos no se encuentran en sus poemas más que elogios y bellas expresiones. 

Pero contra los perversos, siempre individualizados, cae el látigo de su ironía, de su invectiva. No juzgó ni emitió juicios de valor sobre una sociedad, que era la suya, sino contra hombres y mujeres en concreto.

Edición bilingüe en versión rítmica castellana de Juan Manuel Rodríguez Tobal 
 
No le interesó la vida política, con sus intrigas y sus recovecos, con sus miserias y con sus grandezas. Sólo cantó a las mujeres y hombres de su época, de toda clase social, y muy pocas veces se metió con algún personaje público, y siempre para denigrarlo, para ridiculizarlo. Odiaba la adulación, el elogio interesado para recibir, a cambio, algún favor. 

De Catulo sólo se conocen 116 poemas, pues el resto de su obra -que la hubo, se sabe por referencias- se ha perdido. Pocos poemas son para conocer su vida, su entorno, ya que casi todo lo que de él se sabe está sacado de sus epigramas. Pero su temperamento y su personalidad se perciben nítidamente en sus escritos: carácter apasionado, incansable en la búsqueda de la felicidad, desmedido en sus amores y en sus odios, tornadizo en sus aficiones y despectivo hacia los poderosos.

Composiciones intimistas, amorosas y elegiacas, epitalamios, y casi toda su producción en forma epigramática. Lesbia fue la única gran pasión de su vida. Con tal nombre bautizó Catulo a Clodia, hermana de su amigo Clodio PuIcro y casada con Metelo Céler. La amó mucho, pese a las escandalosas infidelidades de ella, y la siguió cuando abandonó Roma, acompañando a su bondadoso o resignado marido, ya que no ignorante, pues las aventuras de su mujer eran de dominio público. A ella escribió Catulo. "Jamás mujer alguna diría que la amaron / como tú, Lesbia mía, fuiste amada por mí".

La faceta procaz de algunos epigramas de Catulo se escuda en la perfección de la forma, ajustada siempre a la intención satírica. Uno de sus más hirientes epigramas es una dura imprecación contra dos personajes de la sociedad que él frecuentaba. Llamados Aurelio y Furio, que decían públicamente que los versos de Catulo lo único que tenían eran su desvergüenza. Y él se acoge a esa desvergüenza que le adjudican para espetarles: "Os daré por detrás y por la boca". Y repite su sentencia favorita: "Un poeta puede ser honesto en vida, / pero en su obra eso no hace falta". Claro que no hace falta, si el escritor es capaz de conseguir una obra bella. La literatura no se hace con buenos sentimientos, sino con un buen oficio.
(Publicado en el diario El País, 27 de abril de 1996)

lunes, 1 de mayo de 2017

Como dize Aristótiles, cosa es verdadera... (Contra el trabajo asalariado).

(Para las calendas de mayo, fiesta del trabajo) 
"(...) Han de considerarse embrutecedores todos los trabajos, oficios y aprendizajes que incapacitan el cuerpo, el alma o la mente de los hombres libres para la práctica y las actividades de la virtud. Por eso llamamos viles a todos los oficios que deforman el cuerpo, así como a los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la degradan. 

                  "Los trabajos asalariados privan de ocio a la mente y la degradan"
(Aristóteles, libro VIII de la Política  1337b 10) 
 
 (...) Por eso precisamente no consideramos esta actividad propia de hombres libres, sino de asalariados."