Que el ciprés (cupressus sempervirens, árbol de follaje perenne siempre verde, de madera resistente y de larga vida) es un símbo fúnebre es algo que nadie pone en duda, acostumbrados como estamos a verlos crecer en cementerios cristianos. Ya los griegos lo consagraron a Hades, su divinidad infernal, y los romanos lo tomaron de ahí para unirlo a Plutón, dando al árbol el sobrenombre de "fúnebre" que aún conserva. El paisaje de la Toscana, sin embargo, está salpicado de innumerables cipreses ornamentales.
Campo de trigo con cipreses, Vincent Van Gogh (1853-1890)
En una célebre oda de Horacio, la dedicada a Póstumo, (II, 14), en la anteúltima estrofa, aparece ya este simbolismo. El poeta le dice a su amigo Póstumo que de todos los árboles que ha plantado sólo los cipreses, odiosos por la muerte que simbolizan, lo acompañarán en su último viaje:
Ay, qué huidizos, Póstumo, Póstumo, ay,
vuelan los años; ni ha de poner tu fe
freno a arrugas ni a vejez que
urge, ni a muerte que no se aplaca,
no; ni aunque cuantos días transcurran, tú,
amigo, al insensible Plutón le des
trescientas reses, quien al triple
monstruo retiene, a Gerión, y a Ticio
en triste lago, que hemos de atravesar,
sí, todos los que somos de terrenal
fruto nutridos, ya seamos
reyes o míseros aparceros.
En vano evitaremos a Marte atroz
y olas que en ronco Adriático romperán,
en vano temeremos que haga
Austro en otoño enfermar al cuerpo;
habrá que ver el negro Cocito fluir
de curso lánguido y las danaides, grey
infame, y el a eterna pena,
Sísifo el de Éolo, condenado.
Hay que dejar la tierra, el hogar, mujer
querida, y de árboles que plantaste ayer
no han de seguirte, efímero amo,
sino cipreses aborrecidos.
Un sucesor más digno se beberá
tus cécubos sellados con llaves cien,
y el suelo teñirá de añejo
vino, mejor que el de nobles cenas.
Ovidio se aprovecha de este simbolismo funerario para reelaborar un mito de transformación en sus Metamorfosis.
Érase una vez un ciervo
consagrado a las ninfas del bosque. No le faltaba de nada al animal, que
correteaba y pastaba tranquilamente y libre en la naturaleza, respetado y
admirado por todas las criaturas. Su deslumbrante presencia no podía pasar
desapercibida ni dejar indiferente a nadie. Sus cuernos brillaban como el oro
bruñido a la luz de los rayos del sol; y colgaban de su torneado cuello
collares de ristras de diamantes; una cinta de plata, ceñía su frente, de la
que pendían pequeñas perlas, que se movían graciosamente a juego con las dos
grandes perlas de sus orejas.
El ciervo se dejaba acariciar sin temor por cualquier persona; pero sin
duda, con quien más congeniaba era con Cipariso, su mejor amigo, el efebo más
hermoso de la isla griega de Ceos. El muchacho acompañaba al ciervo en sus
correrías, llevándolo a los manantiales más limpios a beber las aguas más
cristalinas y puras y a pastar a los mejores sotos y prados; le hacía
guirnaldas de flores que colgaba de sus relucientes astas y, a menudo, montaba
sobre su lomo como si se tratara de un caballo. Ambos, el ciervo y el niño,
eran las dos más perfectas encarnaciones de la belleza que uno pudiera hallar
en aquella pequeña isla, y aun en muchas otras a la redonda.
Cipariso salió un día de caza con su amigo el dios Apolo. Apolo era, además
de íntimo amigo, también su amante. Pues a este dios de las artes, y
especialmente de la música, no le pasaba desapercibida la belleza sin parangón
de Cipariso, del que se había apasionadamente enamorado y con quien procuraba
pasar la mayor parte de su tiempo. Divisó Cipariso un bulto detrás de unos
arbustos y lanzó contra él su jabalina. Corrió a ver la pieza que había
cobrado. El arma del joven cazador había herido de muerte al ciervo consagrado
de las ninfas, su ciervo.
Nada pudieron hacer ni Apolo con sus poderes divinos, sus conocimientos
médicos y su amor por el muchacho, ni Cipariso, que lloraba desconsolado
aquella muerte accidental, deseando, él mismo, la suya propia, culpable como se
sentía. Tampoco consiguió Apolo sacar de la cabeza de Cipariso su deseo de
morir. El agraciado y ahora desgraciado joven quedó de rodillas, derramando
lágrima tras lágrima sobre el cadáver de su amado ciervo, y le suplicó al dios
que le dejara llevar luto durante todo el tiempo del mundo por la trágica
muerte . Muy triste y apenado quedó Apolo, por la pulsión de muerte de su amigo
y amado inconsolable, y con voz honda y profunda pronunció estas palabras: ―Luto
serás desde ahora y consuelo del alma doliente.
Apolo y Cipariso, Claude-Marie Dubufe (1790-1864)
El dios, mal de su grado, aceptó su ruego y convirtió al lindo muchacho en
el árbol que lleva su nombre como recuerdo: Kyparissos, Cupressus, Ciprés,
relacionado con el duelo y el dolor por los seres queridos, árbol fúnebre donde
los haya ya para los romanos, que crecerá en todos los cementerios como símbolo
de la perennidad de la muerte.
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