Escribe Marguerite Yourcenar en el prólogo de “La Corona y la Lira”, su antología
personal de la poesía griega antigua, que las traducciones que fue haciendo a
lo largo de los años no eran para el público, sino para sí misma. Comprenden a ciento diez poetas
distintos y doce siglos de poesía, la mayoría poco conocidos, ya que de los poetas consagrados como Homero
o Hesíodo sólo incluye algunos versos, poquísimos a decir verdad...
A la hora de hacer sus versiones al francés se planteó la eterna
cuestión de si se puede traducir a un poeta en prosa. Se hace eco del argumento
tradicional en contra del verso que es su escasa fidelidad
al original. Las traducciones en verso, en efecto, suelen ser poco literales,
porque las exigencias rítmicas de las lenguas no coinciden en absoluto. Ella,
que va a decantarse sin embargo por la traducción en verso, aporta a su favor el siguiente
argumento de Lafosse, un muy mediocre poeta francés del siglo XVIII según la
autora, pero muy juicioso sobre el tema que nos ocupa. Dice así: Digo más, y
es una verdad que no temo que se me refute: los versos no deben traducirse más
que en verso. No sabríamos ponerlos en prosa, por muy excelente que sea nuestra
prosa, sin hacerles perder mucha de su fuerza y de su encanto. Un poeta, al que
se le contente al traducirlo dejando sus pensamientos completamente solos
privados de la armonía o del fuego de los versos, ya no es un poeta, es el
cadáver de un poeta. De modo que todas esas traducciones de verso en prosa, que
se consideran fieles, son por el contrario muy infieles, porque el autor que
buscamos se encuentra allí desfigurado.
Una buena traducción, comenta Yourcenar, tiene que ser fiel, sin ninguna duda, pero
sucede con las traducciones, dice ella, como con las mujeres: la fidelidad sin
otras virtudes más, no basta para hacerlas soportables.
La poesía no es sólo literatura, es un uso especial, rítmico o musical si se quiere, del
lenguaje. Si traducimos literalmente la letra de una canción trasladamos su
contenido, su significado, pero en el trasvase hemos perdido la música
que la hace apta para el canto: su prosodia, su poesía.
La labor de Yourcenar, gran conocedora y amante del mundo clásico, es, en este sentido, encomiable. No sólo es de destacar su buen gusto a la hora de elegir los poemas y poetas que traduce, sino
también el “savoir faire” de sus versiones, que convierten los poemas griegos en poemas franceses.
Tomo, como ejemplo, este bello y breve poema de Dionisio el Sofista, poeta del siglo II de
nuestra era, contemporáneo del emperador Adriano, del que sólo se conserva este
epigrama incluido en la Antología Griega (V, 81), compuesto de hexámetro y
pentámetro dactílicos, que podríamos titular: La vendedora de rosas.
Versión de Marguerite Yourcenar:
Sur la place publique assise chaque jour.
Vends-tu des roses, belle, ou vends-tu ton amour?
La traducción literal de la versión de Yourcenar, en prosa atenta solo al significado y al contenido, podría
ser: Sentada en la plaza pública cada día, ¿vendes rosas, guapa, o vendes tu
amor?.
Una traducción menos fiel quizá, pero atenta al alejandrino y a la rima francesas de la versión de Yourcenar, podría ser
esta que se me ocurre a mí ahora:
Sentada cada día en la plaza con la flor,
¿Vendes rosas o acaso, niña bonita, tu amor?
Traduzco, por mi parte directamente al castellano, el epigrama original de Dionisio, lo más fidedignamente que puedo, con un dístico de hexámetro y
pentámetro dactílicos, de esta guisa:
Tienes, florista, el primor de la rosa. Pero ¿qué vendes?
¿Tú a ti misma o quizá rosas? o ¿todo a la vez?
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