Publicaba el escritor Rafael
Argullol un artículo de opinión titulado “Provincianos y cosmopolitas” en el
periódico El País el día 1 de enero de 2016, donde denunciaba lo muy provincianos
que nos estamos volviendo y lo poco cosmopolitas que somos, del que entresaco en cursiva los dos párrafos finales en
los que arremete contra la hegemonía reduccionista de la lengua del Imperio, o
sea el inglés, que es la lengua de Shakespeare, como decimos los cursis, que a
todos se nos impone:
Una de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la
rápida, universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de
un idioma avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres
décadas, nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un
congreso en Lisboa sobre Camões —poeta nacional portugués— había que intervenir
en inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al
espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés
a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde
luego, se hubiese podido imaginar que se llegaría a la situación de que un
entero país —Corea del Sur— pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva
lengua propia, mediante el ingenioso método de llevar a las embarazadas a
clases en aquel idioma, de modo que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima
en el cada vez más reducido universo lingüístico. Obviamente no tengo nada
contra lo que los cursis llaman “lengua de Shakespeare” sino contra el
reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a
la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba
que, mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no
sean el suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua
drásticamente empobrecida.
Este sería un buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a
hablar un solo idioma, lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción
de los mundos que habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve
continuamente de aquí para allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo
que es incapaz de fijar la mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje
alguno; aquel que está permanentemente informado con aludes de noticias y
mensajes que sepultan su capacidad de comprensión. Es posible que un individuo
de tal naturaleza se considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una
pequeña aldea que ha confundido con el mundo.
A propósito de la palabra “cosmopolita”
cabe decir aquí que es un helenismo que significa “ciudadano –polita, habitante de una polis- del
mundo o cosmos, que es también el universo, y que lo acuñó Diógenes el filósofo
fundador de la Secta del Perro –eso y no otra cosa es lo que significa “cínico”
en principio, quizá mejor "quínico", como propone Pedro García Olivo-. Cuando le preguntaron que de dónde era, respondió: “cosmopolita”:
soy ciudadano del mundo, en lugar de decir ciudadano de Sinope, que es donde
había nacido y de donde había sido desterrado, según la leyenda. Por cierto,
cuando alguien le reprochó que los de Sinope le habían condenado al destierro, contestó:
“Y yo a ellos a quedarse”.
Esta palabra ha perdido casi toda
la fuerza subversiva con la que nació, y que debería conservar: uno no es de
donde nace, sino de donde pace, como dice el refrán castizo. Y eso quiere decir
que uno no pertenece a ninguna nación en concreto, porque la única nación humana
es el humus, o sea, la Tierra, lo que derriba por tierra todos los nacionalismos
existentes y emergentes.
Dice Argullol en su artículo que
precisamente el cosmopolita es hoy en día un personaje en extinción, ante el
resurgimiento cada vez más pujante de los provincianismos. Entresaco esta frase de otro párrafo: “El
cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia,
busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen
y sus raíces.”
Lo paradójico del asunto es que
parece que defender la diversidad lingüística es muy provinciano y muy poco
cosmopolita, pero no es así, sino todo lo contrario: no se pueden equiparar
nación y lengua, aunque los nacionalistas se apoyen en la existencia de una
lengua propia para justificar su nación.
Las lenguas no son propiedad de nadie: hay naciones que tienen más de
una lengua, y hay lenguas que no tienen ninguna nacionalidad.
(Las ilustraciones -sin créditos- están tomadas de un artículo sobre el anacionalismo del periódico Diagonal)
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