A mediados del siglo IV antes de
Cristo llegó a Atenas un meteco extravagante, que, según se contaba, había sido desterrado
de su ciudad natal, Sinope, en las costas del Mar Negro. Se decía que él, como
contrapartida, había condenado a sus jueces “a
quedarse en Sinope”. Se llamaba Diógenes, y enseguida lo apodaron «el Perro»,
porque vivía, comía y dormía en las calles y plazas públicas, sin un domicilio
fijo, como un perro callejero y sin dueño.
¿A
qué se dedicaba? No puede decirse que su oficio fuera la mendicidad,
pero no puede negarse tampoco que la practicaba con orgullo y no sin
arrogancia. Era más pobre que
los más pobres de entre los ciudadanos respetables; pero lejos de lamentar su condición, se enorgullecía de ella y la
ensalzaba como modelo de vida: un ejemplo que había que seguir y que él practicaba: necesitar poco –decía– es
asemejarse a los dioses, que no necesitan nada.
Él mismo se consideraba un
filósofo, un amante de la sabiduría. De hecho, fue seguidor de Antístenes, que
había sido discípulo de Sócrates, el maestro que sólo sabía que no sabía nada.
Con sus dichos agudos, un mordaz sentido del humor y su conducta provocadora,
ponía en tela de juicio y en solfa las costumbres y
las instituciones establecidas: el Estado, la familia, la política, así como todos los
formalismos religiosos y morales.
Las artes plásticas suelen
representarlo con un “candil” a plena luz del día. ¿A qué se debe esta
extravagancia? Dicen que no veía a ningún ser humano por la calle,
aunque sí a mucha gente, y que llevaba encendido el candil porque buscaba desesperadamente al hombre, él, el Perro, su mejor amigo.
Creó escuela. Algunos piensan, sin embargo, que la escuela la había creado su maestro Antístenes. En todo caso, muchos discípulos
siguieron el ejemplo del Perro, son los “perrunos”, o
“kynikoí” en griego, los quínicos, mejor que cínicos. Algunos, como Crates el tebano e Hiparquia, su
compañera, pertenecían a familias
acomodadas, pero pronto abandonaron sus riquezas para seguir el modo de vida de
Diógenes, libres y sin ataduras. Hiparquia, de hecho, es una de las primeras mujeres libres de la historia de las que se tiene noticia:
no se dedicó a "las labores propias de su sexo", sino que se entregó a
la filosofía, y, pese a la oposición de su familia, se unió a Crates,
con quien compartió su vida.
El movimiento quínico fue ante
todo una manera de vivir, una protesta práctica contra el orden establecido;
pero fue también, a su manera, una filosofía política, una crítica
radical de
todas las instituciones dominantes y de las corrientes filosóficas
oficiales aristotélica y platónica, así como una propuesta de cambio
revolucionario.
En
el fresco de Rafael "La Escuela de Atenas", donde se representa a todos
los filósofos griegos de la antigüedad, Diógenes se encuentra sentado en las
escalinatas, cortando el paso a Platón y Aristóteles, que son las
figuras centrales, y que representan la filosofía "académica".
A nombre de Diógenes circulaba un
breve libro titulado Politeía, «La república», que no se ha conservado; por las escasas noticias
que tenemos, sabemos que en ese libro se hablaba de la
inutilidad de las armas en una sociedad justa y se propugnaba la
abolición de la moneda y de la propiedad privada, del matrimonio y de la
familia, la igualdad radical de hombres y mujeres y la educación colectiva de
los hijos.
En el Imperio Romano resurgieron
los cínicos: aparecen en las calles y las plazas de las grandes
ciudades, mendigando, arengando a las muchedumbres, despotricando contra los
ricos y los poderosos, contra el trabajo y la familia, llevando una vida de
vagabundos libertinos; algunos de ellos escribieron.
Con su modo de vida, sus
palabras y sus escritos, preconizaron la desaparición de los Estados y de las
fronteras, del dinero y de la propiedad privada, de la familia y de las instituciones
religiosas; formularon la utopía de una sociedad mundial de hombres y mujeres
libres e iguales.
Sus
escritos, de los que tenemos algunas noticias y referencias, no han
sobrevivido sin embargo, quizá porque como suele
decirse, la historia la escriben los vencedores. Sin embargo su recuerdo
perdura, a pesar de los que se empeñan reducir la enorme figura de Diógenes a un complejo que él nunca tuvo.
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