“Que un jefe sea hombre o mujer
no es algo que sea relevante”. Esto lo declaró la primera fémina que alcanzó el grado
de Teniente Coronel (“¿Tenienta Coronela?”) en el Ejército de España, que
lucirá, por lo tanto, la estrella de ocho puntas en gorra y hombreras de su
guerrera, recibiendo el tratamiento correspondiente, si todavía se estila, de
Usía (“vuestra señoría”), y haciendo realidad así el mito de las amazonas de la antigüedad.
Y tiene razón la mujer (no
recuerdo su nombre propio, pero tampoco viene mucho al caso: lo que dice ella
podría decirlo cualquiera, y, por usar su misma expresión, "no es
relevante" el autor del dicho, sino lo que dice y la razón que tenga): ya
no importa el sexo biológico de quien ejerce el mando. Lo mismo da que da lo
mismo que la jefatura la ejerza el macho que la hembra y viceversa. Como se dijo del reinado
de los católicos reyes: “Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando”.
Algunos feministas ven esto como
un progreso. Y tienen razón en parte: es un progreso en la historia de la
dominación del hombre (incluida la mujer en el mismo saco) por el hombre. Pero
no se puede hablar de un progreso en el sentido contrario y libertario, en el
de la lucha del pueblo por su liberación de la sumisión que le impone el Poder
establecido, en la lucha contra esos yugos que, como cantó Miguel Hernández: “…os quieren
poner, / gentes de la tierra mala, / yugos que habéis de dejar, / rotos sobre
sus espaldas”.
¿Es un progreso en la
igualación de los sexos? Sí, pero no se trata de una igualdad equilibrada, sino de
una “masculinización” de la mujer y nunca de una “feminización” del varón, como se ve en el mundo de la moda. Que las
mujeres occidentales lleven pantalones es
lo más normal del mundo en la actualidad, porque hoy es una prenda común unisex,
protagonista de cualquier guardarropa, pero
no que los varones llevemos faldas: si nos las ponemos, recaemos en la categoría
de disfrazados y travestidos. Y es
significativo precisamente que la
expresión “llevar los pantalones” sea sinónima de “mandar”.
Amazonomaquia, friso procedente del Mausoleo de Halicarnaso
En sus inicios los pantalones
estaban destinados al uso exclusivo de los varones. Los movimientos feministas
reclamaron el derecho de la mujer a vestirlos. En la
década de los sesenta del siglo pasado era ya normal ver mujeres vistiéndolos. Una profesora mía contaba
que en el año glorioso de 1968 un bedel no la dejó entrar en la facultad
porque llevaba vaqueros; ahora lo raro es ver una mujer que no se enfunde unos pantalones
y que vista faldas.
Pero el caso es que durante toda
la antigüedad grecorromana los varones llevaron faldas más cortas o más largas,
según las modas, túnicas o camisetas largas, digamos para entendernos con
lenguaje de hoy, y poco o nada absolutamente debajo, por lo que
conquistaron el mundo con el culo y las verijas literalmente al aire. Sin embargo ahora, salvo algunas chilabas
moras, pareos asiáticos o faldas escocesas, mejor dicho, kits, los hombres y las mujeres actuales llevamos pantalones y eso no quiere
decir que mandemos mucho ni los unos ni las otras, sino que somos, todos y
todas, como dicen los políticos y las políticas, unos mandados y mandadas o, si
se me permite la broma, unas bragazas y unos calzonazos.
Las faldas, sin embargo, son
prendas cómodas, prácticas y fáciles de confeccionar, casi no llevan costuras. Tanto
para las mujeres como para los varones resulta más cómodo llevar un faldón,
túnica, pareo o sarong que unos pantalones. De hecho, los reyes, príncipes y
sacerdotes mostraban antes con sus vestidos y sotanas cómo se podía disfrutar
de la elegancia y el buen gusto a la hora de vestir. Tanto los calzones
como los pantalones, prendas bárbaras que nunca usaron griegos ni romanos,
constriñen con sus costuras centrales nuestros genitales, y pueden llegar a ser
un auténtico engorro a la hora de ir a hacer nuestras necesidades. Nuestras bisabuelas
y tatarabuelas tampoco llevaban bragas. A ellas se debe el dicho: "A la
que no está hecha a bragas, hasta las costuras le hacen llagas.".
Volviendo al principio, ya no es relevante
que el jefe de la tribu o del Estado Mayor del Ejército tenga testículos o no
los tenga. Es indiferente el timbre masculino o femenino de la voz de mando. Eso es un progreso. Lo
que nadie pone en tela de juicio, y es una grandísima lástima, es que haya jefes, sean machos o hembras, ni nadie parece cuestionar que se sigan oyendo voces de mando y siga habiendo ejércitos en este mundo, y, además,
mucho más modernos que antes, cuando existía el servicio militar obligatorio, mucho más profesionales y perniciosos, y siga habiendo, por lo tanto, guerras, aunque ahora se disimule su existencia bajo ridículos eufemismos como "misiones humanitarias de paz" o "lucha por la democracia y los derechos humanos". Si Orwell levantara la cabeza...
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