La conversación de
sobremesa en el Banquete de los siete sabios de
Plutarco había llegado a tal punto que tocaba dejar de hablar de alta política y pasar a tratar de economía doméstica, ya que no todo el mundo tenía
a su cargo la gobernanza de un reino o de un estado, pero todos
tenían quien más quien menos una vivienda y hogar propios de los que
ocuparse. Entonces uno de los convidados, objetó: “No
todos, si incluyes a Anacarsis, que no sólo no tenía casa, sino que
se enorgullecía de no tenerla”. ¿Quién era este Anacarsis cuyo
nombre propio surgía así de pronto en la conversación de tan sabia concurrencia?
Según
Heródoto, el padre de la Historia, Anacarsis era un príncipe
escita, una figura a caballo entre la historia y la leyenda, un
personaje semimítico, del siglo VI antes de nuestra era. Los
escitas, según el historiador, no construían ciudades ni levantaban
murallas, dado que, nómadas como eran, llevaban su casa-carreta
consigo a cuestas sin establecerse nunca definitivamente en ningún lugar. Anacarsis,
oigamos al convidado hablarnos de él, no tenía casa, sino que tenía en
su lugar “un carro, de la misma manera que el sol, según dicen,
recorre su órbita, ocupando unas veces una región del cielo y otras
veces otra”. Se alude a la tradicional casa-carreta de los
escitas, que les brinda la oportunidad de vivir una vida no
sedentaria, vagabunda, sin echar raíces, que se compara con el carruaje del astro rey.
Continuando con la comparación con el sol afirma Anacarsis:
“Precisamente por esto, él (“Helios”, el sol) es, solo o en
mayor grado, entre los dioses libre y autónomo, y lo gobierna todo
y no es gobernado por nadie, sino que reina y lleva las riendas” .
No estamos lejos de
Diógenes el Perro, el filósofo quínico, que se definía como
“cosmopolita” y que probablemente acuñó esta palabra. El cosmopolitismo de Diógenes, interpretado de
forma radical, conlleva una situación de exilio perpetuo sin patria
ni hogar, como un héroe trágico, como un homeless o
un sintecho actual, o, como diría él, de uno cuyo techo son las estrellas.
Hay un texto
medieval castellano, titulado “Bocados de oro”, que es traducción
de otro no griego ni latino sino árabe del siglo XI que se basa en fuentes griegas desconocidas. En su capítulo décimo
se habla de Diógenes. De él se dice: “Diógenes el canino fue el
más sabio de su tiempo aborrecedor del mundo. Y se dejó dél y no
había (o sea, no tenía) morada ninguna. E yacía en cualquier logar que le
anocheciese, y no dejaba de comer a cualquier hora que hobiese hambre
do quier que a él le acaeciese sin vergüenza ninguna; quier de día
quier de noche.”
Alguien le pregunta que
porqué no tiene una casa en la que solazarse “¿Por qué no
compras casa en que huelgues?” Y su respuesta no
podía ser otra que la que fue: “Yo huelgo porque no he (es decir, porque no tengo) casa.” No se compraba una casa para solazarse porque su solaz
consistía en no poseer una casa hipotecada ni en propiedad. De alguna forma se adelanta a aquello que dijo Montaigne en uno de sus ensayos: “C´est le jouir, non le posséder,
qui nous rend heureux.” Es el gozo de las cosas, no su posesión,
lo que nos hace felices.
En otra fuente árabe su respuesta a la misma pregunta es: “Si conocieras el tamaño de mi casa, sabrías que tus casas y todas las casas del mundo no son lo suficientemente grandes para contenerla”, dando a entender que el mundo entero era su casa y el cielo su techo. O también, cuando le preguntaron si tenía una casa para descansar, respondió: “En cualquier sitio donde descanse allí está mi casa”.
En otra fuente árabe su respuesta a la misma pregunta es: “Si conocieras el tamaño de mi casa, sabrías que tus casas y todas las casas del mundo no son lo suficientemente grandes para contenerla”, dando a entender que el mundo entero era su casa y el cielo su techo. O también, cuando le preguntaron si tenía una casa para descansar, respondió: “En cualquier sitio donde descanse allí está mi casa”.
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