Leyendo
la anónima Vida de Esopo en edición bilingüe y traducción de Manuel
González Suárez (Ediciones Clásicas, Madrid, 2011) me encuentro con uno de esos
raros ejemplos que se conservan y que contienen algún asomo de lo que podría denominarse “literatura
popular”.
Así se
describe al comienzo de la novelita al protagonista, un esclavo inteligente: (Esopo)... era de mal
aspecto hasta decir basta, cabezón, cuellicorto, de nariz respingona, negro,
bigotudo, barrigudo, bracicorto, contrahecho, encorvado, un puro desastre.
Él mismo se encarga de replicar a los que le dicen que es tremendamente feo y
repelente: Hay que mirar a la inteligencia, y no al
aspecto. No se trata de decir la simpleza de que hay que fijarse en la belleza interior y no en la exterior, que no cuestiona para nada el concepto mismo de belleza, sino que viene a decir la voz del pueblo que no debemos juzgar a nadie por las apariencias, o,
más sencillo todavía, que no debemos juzgar a nadie.
Esopo hecho prisionero, ilustración de Francis Barlow
Resulta
también bastante significativo cómo responde nuestro protagonista a la pregunta
sobre su lugar de nacimiento y su patria de origen, cuando el que va a ser su
amo, Janto, le pregunta que dónde ha nacido, porque aquí hallamos otro atisbo de esa voz popular que reniega de todas las patrias grandes y chicas: En el vientre de mi madre.
Janto vuelve a formularle insistente la pregunta: No te pregunto eso, sino en qué sitio
has nacido. Y Esopo le contesta, evitando cuidadosamente decir el nombre
propio del lugar de nacimiento: Mi madre no me notificó si fue en una alcoba o en un
triclinio. Resulta gracioso cómo sortea la pregunta con sus respuestas, dando a entender lo poco que importa para la gente del común el lugar de
nacimiento, lo que recuerda de alguna manera al cosmopolitismo de Diógenes y
los cínicos, quienes al declararse ciudadanos del universo mundial reniegan de la idea de patria o, como diríamos hoy, de la
denominación de origen particular.
Según la leyenda, el rey
Erictonio, si no fue su hijo Erecteo, uno de los primeros reyes de
Atenas, había nacido de la tierra, y era por lo tanto autóctono,
hijo de la pasión del dios Hefesto por la diosa Atenea, a la que
intentó violar, eyaculando sobre sus muslos. La virgen, asqueada,
limpió su esperma de sus piernas con un paño de lana, que arrojó al suelo. La tierra, fecundada por el semen, dio nacimiento a un niño
que se llamaría Erictonio, nombre parlante que significa
precisamente relacionado con la lana soterrada (ἔρι es
lana y χθόνιος enterrado). No sólo era este rey oriundo del Ática,
sino que además era de alguna manera la figura principal del mito de
la autoctonía, cuya representación ideológica fue fundamental en
la constitución del régimen democrático e imperialista de Atenas, que legitimaba su superioridad, y en la creación del patriotismo
ateniense y de todos los nacionalismos posteriores,
que excluyen a los metecos y llegan a calificarlos de
alóctonos o nacidos fuera de la tierra que pisan y en la que se
encuentran, creando el moderno concepto de extranjería, contra el que se rebela siempre que puede la razón del pueblo.
Entre los
muchos consejos que da Esopo a su hijo Eno, que acabó suicidándose avergonzado
por haberse “comportado inicuamente” con su padre, destaco este que también me
parece que es expresión de la voz popular y de la razón común, en contra del
concepto de extranjero y de la xenofobia: Hospeda a los
extranjeros y hónralos, no sea que algún día tú también seas un extranjero.
Esopo aconsejando a su hijo Eno, ilustración de Francis Barlow.
Esopo y Janto en las termas, ilustración de Francis Barlow
Hay otra
anécdota que recuerda a Diógenes, cuando Janto le pregunta a Esopo si había mucha
gente en las termas, y este responde que sólo había visto a una persona... Ante
lo cual su dueño se anima y decide ir a darse un baño entre tan escasa concurrencia. ¿Cuál no sería su
sorpresa cuando llegó y comprobó que las termas estaban abarrotadas de gente y
no cabía ni un alma más? Le pidió explicaciones a su esclavo Esopo, y este le
dijo que había una piedra a la entrada en la que todos tropezaban y maldecían
al que la había puesto allí, pero sólo una persona la había quitado de en medio
y entrado a bañarse.
Los
samios exclaman algo que es la voz del anhelo del pueblo, que es su amor por la libertad: ¡Libres como somos, no vamos a convertirnos en
esclavos!
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