Os traigo aquí un texto en verso de hace más de dos
mil años, escrito en latín, y transmitido por Aulo Gelio (Noches Áticas, III,
3, 5), formado por nueve senarios yámbicos pertenecientes a una comedia hoy
perdida titulada, al parecer, La mujer
beocia, atribuida a Aquilio. Comenta Aulo Gelio que el gramático Varrón
consideraba, sin embargo, que estos versos eran de Plauto, aunque no se
encuentran en ninguna de sus veintiuna comedias conservadas. Añadía también que
si los versos no eran plautinos en sentido estricto, eran plautinísimos, es
decir, muy del estilo de los de Plauto. Sólo él supo dar voz a tantos esclavos
y mujeres, es decir, a tantas voces del pueblo que se reían de la seriedad
austera del orden establecido, y del hecho de que hubiera esclavos para que los
patricios o plebeyos creyeran que eran libres.
El monólogo es un grito de protesta que tiene la
particularidad de ser una de las primeras quejas contra la imposición del reloj
(en forma de cuadrante solar en este caso) sobre la vida humana, puesto en boca
de alguien que se muere de hambre porque "no es hora de comer". En
Roma, sobre el Foro, se cernía ya, amenazador, un reloj solar que marcaba las
horas. Era un lugar público habitual de reunión como revela la expresión ad
solarium uersari que quiere decir merodear por los alrededores del reloj de
sol. Así dice el texto en latín:
Ut illum di perdant, primus qui horas repperit,
quique adeo primus statuit hic solarium!
Qui mihi comminuit misero articulatim diem.
Nam me puero uenter erat solarium
multo omnium istorum optumum et uerissumum:
Ubiuis monebat esse, nisi quom nil erat.
Nunc etiam quod est non estur, nisi soli lubet;
itaque adeo iam oppletum oppidum est solariis,
maior pars populi aridi reptant fame.
multo omnium istorum optumum et uerissumum:
Ubiuis monebat esse, nisi quom nil erat.
Nunc etiam quod est non estur, nisi soli lubet;
itaque adeo iam oppletum oppidum est solariis,
maior pars populi aridi reptant fame.
¡Confunda el cielo al primero que
inventó las horas
y que además primero aquí plantó un reloj!
Me ha roto el día, triste de mí,
en pedazos mil.
Pues de pequeño yo, era el vientre mi reloj
mucho mejor que todos estos y más de fiar:
comer quería, a menos que nada hubiera,
siempre.
Ahora que hay, si el sol no quiere, no se come;
Y además ya está de relojes llena la
ciudad;
casi todo el pueblo, flacos, ya se mueren
de hambre.
El
reloj determina las horas de forma que la hora de comer no es la hora en la que
el estómago reclama su satisfacción, sino la hora que el reloj determina
a ese fin. Se ha producido una inversión: es el reloj, y no el estómago, el que
impone la hora de comer, el que manda, debido a lo cual el vientre, enjuto, se
muere de hambre al estar sometido al rígido dictamen del reloj. Frente a
lo que sucede ahora, cuando la ciudad se ha llenado de relojes -y más ahora
mismo, en nuestros propios tiempos, diríamos nosotros, cuando no es preciso
llevar un reloj porque los relojes han entrado en el ámbito más íntimo de la
vida privada, y el reloj somos nosotros mismos-, el vientre recuerda tiempos
mejores. Cualquier tiempo pasado fue mejor, porque en el pasado no había
relojes, esos grandes dictadores, que marcaran los ritmos biológicos. Todavía
el reloj (y el calendario) no habían invadido el ámbito de la subjetividad,
pero ya había comenzado sin duda un largo período que aún no ha concluido.
La persistencia de la memoria o Los
relojes blandos (1931) de Salvador
Dalí.
Me
he entretenido y divertido, por mi parte, componiendo la que podría ser la
continuación de este monólogo de queja de un hombre del siglo XXI, consciente
de la gravedad cada vez mayor del peso (y no del paso) del tiempo, cuyo cómputo
se impone a todos y cada uno de los rincones del planeta, ajeno a los ritmos
naturales y vitales, y de lo funesto que es para el disfrute de nuestra vida
que nuestras actividades se acomoden a unos horarios y calendarios
preestablecidos, y a un futuro, por lo tanto, y no al revés. Es decir, parece
que se ha cumplido aquello de que el hombre ha sido hecho para el sábado, o
sea, para obedecer al calendario que establece días de ocios y de
negocios, y no el sábado, esto es, el calendario, para el hombre, y que,
debido a esa imposición, nosotros no tenemos tiempo, sino que es el tiempo el
que, de hecho, nos tiene (y bien cogidos) a nosotros.
¡Maldito sea el inventor de la semana
que nos impuso su triste contabilidad,
retorno eterno de lo mismo y no lo mismo!
¡Con toda mi alma lo maldigo y aborrezco!
Me ha destrozado a mí la vida el impostor
con ese invento, porque no es verdad, porque es
mentira y gorda! ¡No hay
un ciclo natural
de siete días, como el sol y la luna, el mes,
las estaciones o año! Sin embargo, siempre
tras el domingo vuelve el lunes, y vuelve así
la misma rueda de la historia a comenzar
como si fuera lo más normal del mundo. Y no,
no debería ser así. Si no es verdad
como el otoño o la primavera o el verano
o el invierno, como el Sol que trae y lleva el día,
o la Luna ya menguante o nueva o ya creciente
o llena allá en el firmamento, ¿cómo es que hay
semanas en el calendario y días negros
y otros rojos? Dicen que su origen se halla
en el cuento veterotestamentario aquél
del Génesis que abre la sacrosanta Biblia
de que Dios creó el tinglado de este mundo en seis
jornadas, y al séptimo día descansó el Señor
y estableció, sabático, el Sabat, cayendo
en flagrante contradicción y en un contrasentido,
pues ¿cómo es que había números y días
antes de que Él creara el mundo? ¿Es la semana
anterior al mundo? ¿A quiénes engañar pretenden
con el viejo cuento hebreo? ¿Quien habrá que no haya
sufrido en carne propia la rutina atroz
de un lunes?¿Quién no ha deseado que llegue el fin
de la semana toda y de todas las semanas
absolutamente, y no ha sentido la alegría
y la tristeza, ambas caras de una misma
moneda, de una larga tarde de domingo,
que anuncia el fin de fiesta y la reiteración
del mismo
ciclo y círculo vicioso que
convierte
nuestra vida en un futuro y muerte?
¡Sea, pues,
maldito, y que los dioses lo confundan,
el que por decreto la semana estableció
en el trescientos veinte y uno, triste año,
después de Cristo! ¡Sea Constantino el Grande,
aquel emperador romano que recibió
las aguas del bautismo antes de su muerte,
execrado, pues, y el calendario laboral
de días negros y días rojos, que él impuso
consagrando el día del Sol o del domingo al ocio,
maldito sea y condenado al ostracismo!
Lo que más deseo ahora yo, es el verdadero
y auténtico week-end
que ponga fin al ciclo
eterno y pare el curso de nuestra historia, el fin
definitivo de la semana y las semanas.
¡Que no haya más relojes ni haya calendarios
que cronometren nuestro tiempo y nuestras vidas!
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