Hace mucho tiempo de esto, allá en la Provenza, el río Gardón,
impetuoso y traicionero como sólo él suele serlo, no podía vadearse porque no había puente alguno
que resistiera sus embestidas y lo atravesara. Construir uno era una empresa tan ardua que, cada vez que los lugareños plantaban unos cimientos,
venía
de pronto una gardonada como allí le decían a la riada, y se
lo llevaba por delante sin misericordia.
-Ya es la tercera vez que lo intento, maldita sea, y nada. ¡Parece cosa del diablo! .- Rugió el ingeniero.
Nada más conjurar el nombre del maligno, se apareció como por arte de magia allí Satanás mismo con un ligero hedor a azufre en el rabo.
-Si
tú quieres, yo te construyo en un abrir y cerrar de ojos un puente
que ni Dios ni el río Gardón, fíjate en lo que digo, podrán derribarlo nunca mientras el mundo sea mundo.
-Bien quisiera. Pero ¿cuánto me costaría?
-Poca cosa, sólo quiero que me ofrendes al primer transeunte de tu casa que lo cruce, dijo el diablo, con la condición de que no seáis ni tú ni tu mujer. -Y le brillaban rijosa y maliciosamente las pupilas al Maligno.
-¡Trato
hecho! –Se apresuró a decir el ingeniero, codicioso de la fama inmortal
que alcanzaría su nombre propio, sin pensar en lo que estaba
prometiendo a cambio al diablo Belcebú.
-El puente estará acabado mañana mismo antes de que cante el gallo. Pero no olvides tu promesa.
Y el diablo comenzó a arrancar rocas y construyó a una velocidad increíble un puente monumental, todo un prodigio de ingeniería en el que no empleó argamasa. Levantó rocas de seis toneladas que unió con grapas de hierro; ejemplo eximio de aprovechamiento del terreno, un puente así no se había visto nunca por aquellos lares, bien incrustado en el seno del río, con una triple arcada: en el nivel inferior se abrían seis arcos, en el intermedio once y en el superior nada más y nada menos que treinta y cinco, sobre los que discurría, además... un acueducto.
El arquitecto, apesadumbrado por el sacrificio que había prometido, fue a hablar con su mujer y le contó el trato que había pactado con el diablo. No le hubiera importado ser él el chivo expiatorio del puente del diablo, le dijo a su esposa, con tal de que las gentes recordaran en el futuro su nombre propio. Pero no podía ser. Ni él ni su mujer. y sin embargo tenía que ser alguien de su casa... Así que tendrían que ser o su primogéntio o su hija la tierna criatura que quería a cambio Satanás llevarse a los infiernos, sólo él sabe para qué, pero seguro que para nada bueno.
Se lo contó con las lágrimas en los ojos a su mujer. Y ésta, mucho más astuta que su marido como suelen ser las mujeres de los hombres por lo general, le enseñó una liebre todavía viva que había cazado el perro, y le sugirió que fuera el hijo mayor o su hermana, fingienndo que iban a ser la ofrenda, que llevaran la liebre metida en el saco y, llegado el momento de atravesar el puente, que soltaran la liebre…A los dos les pareció muy buena la idea. Y así se hizo.
El
hijo del ingeniero, que era doncel, muy valiente y muy buen mozo, metió la liebre en
un saco, fue al puente e hizo ademán de cruzarlo. Cuando estaba a punto
de sonar el ángelus, el diablo vio al mozalbete y ya se relamía
imaginando la presa que iba a cobrarse, aunque hubiera preferido que se tratara de su hermana... Más de una vez, sin embargo, había visto
al muchacho bañarse en el río, y había codiciado sus blancas y rotundas nalgas.
Hay
que mencionar también, dicho sea de paso, que,
aunque lo que le interesa al diablo era propiamente el alma inmortal
del joven, que se llevaría consigo al infierno para toda la eternidad,
no
hacía ascos, sin embargo, al hecho de sodomizar al vástago del
ingeniero. Al fin y a la postre, consideró, el diablo
también era un ser de carne y hueso. Y no era mala perspectiva la de
obtener el fruto prohibido de un placer efímero que perduraría
en su recuerdo toda la eternidad; ya tendría todo el tiempo del mundo
para disfrutar del alma inmortal del muchacho atormentádola día y noche en las calderas del infierno. La práctica de la sodomía, como puede verse, no es algo que repugne a los diablos ni a lo que hagan ascos y que juzguen contrario a su naturaleza, sino todo lo contrario.
El hijo pues del ingeniero abrió el saco y soltó la liebre. Y
el diablo atrapó entre sus garras aquella juventud que corría asustadiza
y veloz hacia él. Cuando se supo burlado, pues no era lo que él
esperaba, ni doncella ni doncel, sino un vulgar conejo la tierna
criatura de casa del ingeniero el transeunte que cruzaba a todo correr, atrapó la liebre, la lanzó y la
estampó contra el puente que acababa de levantar, donde todavía puede
apreciarse, según dicen, si se fija uno bien, su imagen en la roca.
Algunos
hay, sin embargo, que afirman que lo que quedó petrificado y todavía
puede verse en el puente, si uno se fija mejor, no es una inocente
liebre, sino la propia verga arrecha del diablo que se quedó literalmente
de piedra ante aquel chasco.
Esta historia puede creerse o no, pero hay que reconocer que nadie conoce el nombre propio del arquitecto ni del ingeniero de esta obra maestra, digna del mismísimo demonio, por lo que siempre se consideró que fueron los romanos los que la levantaron. El puente ha resistido a lo largo de los siglos las embestidas, que no han sido pocas, del tiempo y las crecidas tumultuosas del Gardón.
Esta historia puede creerse o no, pero hay que reconocer que nadie conoce el nombre propio del arquitecto ni del ingeniero de esta obra maestra, digna del mismísimo demonio, por lo que siempre se consideró que fueron los romanos los que la levantaron. El puente ha resistido a lo largo de los siglos las embestidas, que no han sido pocas, del tiempo y las crecidas tumultuosas del Gardón.
Pont du Gard
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