Si no me falla la memoria, hace
más de cuarenta años, cursando yo 5º de
Bachillerato de Letras, curso 1974-1975, asistí a mi primera clase de griego en el
Instituto Nacional de Enseñanza Media Mixto de Camargo. Entonces los institutos no se
llamaban IES,
como ahora, sino INEM, porque se pretendía que fueran centros de enseñanza y aprendizaje,
no de educación.
Ya conocía a la profesora, Margarita Martín Díaz. Durante el curso anterior, aquel
cuarto, que era el último del bachillerato elemental, nos había
dado clase de latín y había sido nuestra tutora. Yo había elegido letras porque me gustaba el
latín, y, además, no se me daba mal. Pero lo que me viene a la memoria
ahora, como si fuera ayer,
fue la
primera clase de griego. La profesora escribió una frase en la pizarra
en un extraño alfabeto... Y entonces comenzó una fascinación que no ha
terminado todavía.
Eran
las últimas y misteriosas palabras de
Sócrates al afrontar el trance postrero de su condena a muerte: "Oh
Critón, a
Asclepio le debemos un gallo". Era el primer texto
griego que aprendíamos a leer y a escribir. Divinas palabras. Eran unas
letras
desconocidas
que nos abrían a un mundo por un lado lejano y ajeno, pero por otro muy
próximo. A la vez que aprendíamos los nombres de las letras y sus
grafías
mayúsculas y minúsculas, oíamos hablar de aquellos acentos agudos,
graves y circunflejos, aquellas iotas suscritas, y aquellos espíritus
suaves y ásperos, que habían
dejado el recuerdo imborrable de una hache en nuestra lengua, y oíamos
hablar por
primera vez de Platón, que había escrito esa frase, y de Sócrates, que
la pronunció pero que no había escrito nada por su parte, condenado a
muerte por un
tribunal democrático ateniense por corromper a la juventud y no creer
en los dioses en que creía la ciudad, y de Critón, su amado discípulo, y
del
dios de la salud Asclepio o Esculapio, al que
Sócrates encargaba consagrarle un gallo. Tal vez se trataba de
un sacrificio
de acción de gracias, quizá era una manera de desdramatizar la propia
muerte. Aquella clase fue una experiencia inolvidable.
Era como aprender a leer otra vez, aprender a leer en una nueva lengua hermética, pero a la vez
muy
nuestra; en una lengua en la que se ha dicho todo o casi todo lo que
puede
decirse e imaginarse. Aprender griego es descubrir la filología, el amor
-filo- por las palabras -logos-, que
son lo más valioso que tenemos, gratuito como es el lenguaje como el aire que respiramos, porque sirven para preguntarnos una y otra vez según la costumbre socrática qué son las cosas.
El griego no es sólo la lengua muerta en la que hablaron Sócrates y Platón, entre otros. Sigue hablándose hoy día en Grecia y en Chipre. Y sigue escribiéndose. Y cantándose, amantes como son los griegos actuales de la poesía que se canta. Prueba de ello son los dos premios Nobel de literatura que han cosechado en el siglo XX: el poeta Yorgos Seferis en 1963 y el también poeta Odiseas Elitis en 1979. De este último os dejo el poema Marina, cantado por María Faranduri, y musicado por Mikis Theodorakis. Las imágenes del vídeo recogen secuencias de la película "Ifigenia" de Cacoyannis.
El griego no es sólo la lengua muerta en la que hablaron Sócrates y Platón, entre otros. Sigue hablándose hoy día en Grecia y en Chipre. Y sigue escribiéndose. Y cantándose, amantes como son los griegos actuales de la poesía que se canta. Prueba de ello son los dos premios Nobel de literatura que han cosechado en el siglo XX: el poeta Yorgos Seferis en 1963 y el también poeta Odiseas Elitis en 1979. De este último os dejo el poema Marina, cantado por María Faranduri, y musicado por Mikis Theodorakis. Las imágenes del vídeo recogen secuencias de la película "Ifigenia" de Cacoyannis.
Con
la venia de las espléndidas traducciones al castellano de Cristián
Carandell y Román Bermejo, os ofrezco esta otra aproximación al poema de
Elitis que pretende conservar no sólo la letra sino también la
musicalidad del original, apta para cantar con la misma melodía.
Marina
Dame a mí hierbabuena, luisa
y albahaca que
pueda oler,
que yo te bese de esta guisa
y algo en el recuerdo tener
La fuente y palomas aquellas,
la espada
arcangelical,
el sembrado de las
estrellas,
y el hondo pozo sin final.
Las noches que te paseaba
al otro confín celestial
y tu ascenso yo contemplaba,
hermana de
Venus carnal.
Marina, verde estrella mía,
Marina, Venus matinal,
Marina, paloma bravía,
y azucena
primaveral.
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