(Con motivo del día de la mujer, reproduzco por su interés el artículo de Eva Cantarella publicado por el periódico italiano Il corriere della Sera el 4 de marzo de 2016, en traducción castellana propia).
Basta
citar su nombre –Lesbia– y de pronto, inevitablemente, el
pensamiento va a Catulo y a los mil besos (y después mil más, y
otros mil todavía) que el poeta le pide, en los momentos más
felices de su amor. Que la mujer llamada con este nombre deba su fama
al hecho de que el joven poeta se hubiese enamorado perdidamente de
ella es algo indiscutible. Así como el hecho de que a él le deba
ella la fama de mujer voluble e infiel. Pero ¿cómo era,
verdaderamente la mujer que inspiró algunas de las más bellas
poesías de amor jamás escritas? Para intentar entenderlo empezamos
identificándola: su verdadero nombre era Clodia, y era ciertamente
una mujer muy bella y muy fascinante: el tamaño y el brillo de sus
ojos era tal –decía toda Roma– que amigos y enemigos la llamaban
Boopis “ojos grandes” (literalmente “de ojos de novilla”, el
mayor cumplido de entonces).
Lesbia, imaginada por John Reinhard Weguelin (1849-1927)
En
los límites de la depravación. Nacida alrededor del 94 a. C., la
llamada Lesbia era hermana de Clodio, ex tribuno y jefe de una banda
que apoyaba la política de los populares, y en particular de César.
En fecha imprecisa se había casado con un político muy conocido,
Quinto Cecilio Metelo Céler, y poco después de la muerte de estos,
en el 59, había conocido a Catulo, casi diez años menor que ella,
en cuya obra se basan tradicionalmente los intentos de conocerla.
Pero Catulo, de Clodia, estaba locamente enamorado y al mismo tiempo
locamente celoso: convencido (probablemente no a propósito, se
diría) de haber sido traicionado, como dice un célebre verso suyo,
al mismo tiempo la amaba y la odiaba (odi et amo). No era y no es, en
suma, una fuente objetiva. Asimismo está muy lejos de ser objetiva
la otra fuente importante que podemos consultar, es decir, Cicerón.
Por razones no sólo distintas, sino opuestas a las de Catulo: la
enemistad, en este caso, estaba ligada –en primer lugar– al
hecho de que el enemigo político más odiado de Cicerón era el
hermano de Clodia. En la ciudad, además, se decía que esta había
intentado cortejar a Cicerón, buscándole problemas con su mujer
Terencia. Si damos crédito a Plutarco, de hecho, Terencia “llegó
a odiar a Clodio por culpa de la hermana de éste Clodia, que habría
querido casarse con Cicerón” (Plut., Cic., 29). Cotilleos, cierto,
que dan sin embargo la idea de relaciones por lo menos decididamente
difíciles. Y a todo esto se añade el hecho de que, en el 56,
Cicerón defendió en juicio a Celio Rufo, ex amante de Clodia,
acusado entre otras cosas de haber intentado cometer un homicidio.
Clodia, en este proceso, había sido llamada como testigo, porque
había acusado a Celio de haberle robado joyas y de haber intentado
después matarla. Las razones para dudar de la imparcialidad del
retrato con negras tintas que hace Cicerón de ella son del todo
evidentes. Pero volveremos sobre Cicerón.
Lesbia y su gorrión, sir Edward John Poynter (1836-1919)
Comenzamos
por Catulo. ¿Es la historia que nos cuenta la de un amor verdadero?
Según algunos, sus versos serían el fruto de una imaginación
poética, que describe el objeto de su amor basándose en modelos
literarios. Por consiguiente, reconstruir el personaje de Clodia a
partir de sus poesías sería imposible. Pero a mí me parece que si
se debe desconfiar de Catulo no es porque no describa un amor
verdadero. A Catulo no puede tenérselo en cuenta, más bien, porque
es un enamorado que no acierta a comprender a la mujer que ama. Y es
necesario admitir que Clodia debía ser una mujer difícil de
entender no solamente por él, y probablemente por cualquier otro
hombre de la época, sino quizá también por muchos hombres bastante
más cercanos a nosotros en el tiempo. Es por esto mismo, porque no
acierta a entenderla, por lo que Catulo la insulta, describiéndola a
veces como un personaje en los límites de la depravación. Clodia,
en definitiva, es un topos, pero no necesariamente literario. Es el
estereotipo, bien arraigado en la mente masculina, de la mujer que
rechaza o elude cualquier pretensión de exclusividad. La historia
que emerge de las poesías de Catulo es la de la total incomprensión,
que por otro lado no impide a los dos amantes vivir momentos de
intensísima pasión. Para demostrarlo basta el celebérrimo,
bellísimo poema de los mil besos: “Lesbia mía, vivamos, nos amemos, / y el gruñir de los serios personajes / en total nos importe dos ochavos. / Soles pueden ponerse, y vuelven soles: / al ponérsenos esta lucecita, / una noche a dormir nos queda eterna. / Dame besos, y mil, y luego ciento, / luego mil otra vez, de nuevo ciento...”
(traducción de Agustín García Calvo, como las que siguen). Pero
con la pasión se alternan enfriamientos y abandonos que a veces
parecen definitivos: “Triste Catulo, deja de hacer el tonto, / y lo que ves perdido, perdido sea... / ¡Adiós, la niña!: ya Catulo está firme, / ni ha de buscarte ni rogarte a la fuerza…” Pero las proposiciones
no duran mucho: “La odio y la quiero. Que cómo lo hago acaso preguntas. / No lo sé, siento que así pasa y martirio me da”. Hay momentos en los que
Catulo acusa a Lesbia de traiciones repetidas, describiéndola como
entregada a todos los vicios: lujuriosa, inmoral, hambrienta de
placer y de poder. Pero depurados del veneno de los celos y de las
incomprensiones, de los versos de Catulo surge una mujer que
–diríase– lo amó a su vez: a su manera, pero no como quería
Catulo. Lo amó como ama una mujer independiente, y aun se diría,
feliz de vivir; quizá cruel, pero a la manera en que lo son los
enamorados, voluntaria o involuntariamente. Las infamias de las que
Catulo acusa a Lesbia entran en el cuadro y en el juego que a menudo
contrapone a dos combatientes en una guerra de amor. Uno demanda amor
eterno y exclusivo, otro ofrece un amor si no ocasional, menos
comprometido. Sucedía y sucede.
La
lectura o Catulo y Clodia, Giulio Aristide Sartorio (1860-1932)
Detrás
del estereotipo de la devoradora de hombres, en definitiva, parece
vislumbrarse una figura real: una mujer fuerte, autónoma y, en el
amor, ciertamente voluble: tanto durante como después de la relación
con Catulo, terminada la cual se convierte en la amante de Celio
Rufo. Y es sobre esa fase de su vida donde tenemos el testimonio de
Cicerón (de cuya hostilidad y sus razones ya hemos apuntado), al que
el proceso contra Celio Rufo le ofreció la posibilidad de destruir
definitivamente la imagen de Clodia. De grandísimo abogado como era,
Cicerón, ante los jueces, trafulcó la verdad. De testigo de la
acusación, Clodia se convirtió en la acusada.
Las
acusaciones de Clodia a Celio, dijo Cicerón, eran falsas: ¿cómo se
podía dar crédito a una mujer como ella? Una mujer que apenas
muerto su marido se había dado a la dolce vita, frecuentando a las
personas más indignas. Su casa de Roma, las propias calles eran
testigos de una conducta desvergonzada. ¿Cómo podían los romanos
permitir que uno de sus mejores conciudadanos (como hábilmente
presentó a Celio) fuese víctima de una venganza desleal, urdida por
una mujer incalificable? Celio fue absuelto. De Clodia, que entonces
tenía treinta y ocho años, a partir de ese momento no se tiene ya
noticia.
Catulo leyendo sus poemas en casa de Lesbia, sir Lawrence Alma Tadema (1836-1912)
Una
viuda fuera del tiempo. ¿Qué conclusión sacar, a la luz de estos
testimonios, sobre ella? Una cosa, una sola cosa parece cierta:
Clodia-Lesbia era una mujer radicalmente distinta del modelo femenino
que los romanos proponían a sus mujeres desde el inicio de su
historia. No era (como Lucrecia o como Virginia) una mujer llena de
todas las virtudes: silenciosa, obediente, hija, mujer y madre
ejemplar, pronta a morir para defender su honor… Por no hablar de
su radical diferencia de la imagen de la viuda. Para los romanos, la
viuda perfecta era la que limitaba en brevísimos tiempos la duración
de su viudedad, suicidándose inmediatamente, o poco después de la
muerte del marido. Así había hecho la viuda republicana por
excelencia, la célebre Porcia (a la que sus padres y amigos le
habían quitado las armas con las que pudiera matarse) había
resuelto el problema engullendo carbones ardientes. A celebrar su
gloria había llegado incluso un autor como Marcial, no poco crítico
normalmente con el comportamiento (para él deshonesto) femenino:
“Cuando Porcia se enteró de la muerte de su esposo Bruto / y el
dolor buscaba las armas que le habían sustraído, “¿todavía no
sabéis?” dijo “que no se puede prohibir la muerte? / Creía que
mi padre con su muerte os lo había enseñado.” / Terminó de
hablar y con ávida boca se tragó brasas ardientes: / ¡ven ahora y
niégame, turba importuna, la espada! ”. Tratando de concluir: lo
que sabemos con certeza de Clodia es que rechazó parecerse a los
modelos que le eran impuestos, y que la cosa no le fue perdonada. Por
nadie. En vida y durante mucho tiempo después de su muerte.
(Eva
Cantarella, Sette, Il corriere della Sera, 4 marzo 2016)
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