miércoles, 5 de abril de 2017

Una taza de café

En Roma, muy cerca del Panteón,  ese templo dedicado a todos los dioses paganos antiguos, que en paz descansen, se encuentra el Café de San Eustaquio, en la plazoleta del mismo nombre, establecimiento que dicen que sirve el mejor café de la ciudad eterna y quizá de todo el mundo.



Después de pagar en caja, requisito previo, pido en la barra dos “gran caffé”, la especialidad de la casa. Es la barra clásica italiana, pensada para la consumición de pie y para dejar el sitio libre enseguida para el siguiente cliente. Nos sirven los cafés. Los tomamos allí mismo, en la barra. Afuera hacía frío. Tras el primer sorbo, puedo asegurar que, desde luego, es el mejor café que yo haya tomado en mucho tiempo. Un café cremoso, fuerte pero no demasiado, lo suficientemente azucarado como para no empalagar y como para no necesitar endulzarlo más. 




En el establecimiento se vende café en grano de todos los cafetales del mundo. ¿Por qué San Eustaquio? ¿Qué puede relacionar a este santo cristiano con el café?



Su biografía, imprecisa como la de todos los santos, se centra en la conversión al cristianismo de Plácido, que así era como se llamaba antes de su bautismo. A raíz de su conversión, pasará a llamarse Eustaquio, nombre griego derivado de eu-stachús "buenaespiga o cosecha", y por lo tanto "fecundo, fructífero". 

Plácido nació alrededor de la mitad del siglo I de la era cristiana, noble patricio romano dedicado al arte de las armas, alcanzó en el ejército el grado bastante elevado de maestre de caballería, y se distinguió, bajo el emperador Trajano, por su heroísmo. Según la leyenda, en una batida de caza, Plácido vio brillar entre los cuernos de un ciervo una cruz luminosa que le deslumbró y, supongo yo, le cegó también para siempre: de repente, el cazador resultó cazado, cayendo en las redes de una nueva fe fanática como pocas otras, exclusiva y excluyente, que le reportaría muchas alegrías y alguna que otra amargura, cuyo símbolo era aquella cruz, alegoría de una muerte paradójica que les daba a los que creían en ella la vida eterna y verdadera... Profundamente conmovido después de esta visión alucinante, se convirtió al cristianismo y con él su mujer e hijos,  recibiendo toda la familia las aguas del bautismo.


El grabado de Durero presenta el momento en que el cazador, junto con su montura y perros de caza, ve el ciervo con la cruz luminosa entre su cornamenta, y se arrodilla ante la prodigiosa visión que supone la llamada del Señor.




 San Eustaquio y el ciervo, Durero (c. 1501)

El emperador Adriano, sucesor de Trajano, le ordenó ofrecer un sacrificio a los dioses de Roma, a lo que Eustaquio se negó como buen cristiano que era ya, porque él sólo creía en un Dios único y verdadero, exclusivo y excluyente, tercamente monoteista, y no en todos los dioses falsos y paganos de los romanos, entre los que se incluían los propios emperadores divinizados tras su muerte…


Y aquí es donde viene la invención apologética cristiana: hay toda una literatura martirológica, sin ningún fundamento ni rigor históricos, que convierte a estos fanáticos en santos, en mártires que dan testimonio de su fe muriendo heroicamente y dando sentido a su vida, y que nos abren el camino del martirio a los demás.


Según dichas crónicas, Eustaquio sería condenado por este rechazo, junto con su mujer e hijos, al suplicio de la muerte en el interior de un contenedor de metal candente en forma de toro; que sería para ellos una especie de horno donde serían abrasados vivos. Estos mártires cristianos son, de algún modo, como los granos de café tostado, que desprenden un aroma como el de esta taza de café, tan delicioso y exquisito que mi acompañante y yo saboreábamos aquella fría noche en la ciudad eterna.

 
La visión de san Eustaquio, Pisanello (c.1436-1438)


No es más que una leyenda, por supuesto, falsa como todas, pero creó devoción en toda Europa, siendo éste uno de los catorce santos auxiliadores que son invocados en casos de necesidad, particularmente en época de epidemias, al que se sigue venerando el 20 de septiembre en el santoral cristiano. En la Edad Media, derivados de la leyenda del santo, se escribirán numerosos poemas en los que la figura del ciervo se convierte en símbolo de pureza y de cáritas, o lo que es lo mismo, de amor cristiano.


Me comenta mi acompañante que cada religión tiene sus dogmas, sus dioses, sus templos, sus creencias, sus libros sagrados, sus particularidades, y su amplísima zona de sombra que nos oculta la luz del infinito. La relatividad de cada credo nos aleja del absoluto de lo divino. Y yo tomo el último sorbo del delicioso café y asiento, dándole la razón: los santos nos alejan de Dios, los religiosos de la religión.

 Delicioso café, el mejor antídoto para aquella gélida noche romana de invierno.

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