En Roma, muy
cerca del Panteón, ese templo dedicado a todos los dioses
paganos antiguos, que en paz descansen, se encuentra el Café de San
Eustaquio, en la plazoleta del mismo nombre, establecimiento que
dicen que sirve el mejor café de la ciudad eterna y quizá de todo el mundo.
Después
de pagar en caja, requisito previo, pido en la barra dos “gran caffé”, la
especialidad de la casa. Es la barra clásica italiana, pensada para
la consumición de pie y para dejar el sitio libre enseguida para el siguiente
cliente. Nos sirven los cafés. Los tomamos allí mismo, en la barra.
Afuera hacía frío. Tras el primer sorbo, puedo asegurar que, desde
luego, es el mejor café que yo haya tomado en mucho tiempo. Un café cremoso,
fuerte pero no demasiado, lo suficientemente azucarado como para no
empalagar y como para no necesitar endulzarlo más.
En el establecimiento se vende café en grano de todos los cafetales del
mundo. ¿Por qué San Eustaquio? ¿Qué puede relacionar a este santo cristiano con el café?
Su biografía,
imprecisa como la de todos los santos, se centra en la conversión al
cristianismo de Plácido, que así era como se llamaba antes de su
bautismo. A raíz de su conversión, pasará a llamarse Eustaquio, nombre griego derivado de
eu-stachús "buenaespiga o cosecha", y por lo tanto "fecundo, fructífero".
Plácido nació
alrededor de la mitad del siglo I de la era cristiana, noble patricio
romano dedicado al arte de las armas, alcanzó en el ejército el
grado bastante elevado de maestre de caballería, y se distinguió,
bajo el emperador Trajano, por su heroísmo. Según la leyenda, en
una batida de caza, Plácido vio brillar entre los cuernos de un
ciervo una cruz luminosa que le deslumbró y, supongo yo, le cegó
también para siempre: de repente, el cazador resultó cazado, cayendo en las
redes de una nueva fe fanática como pocas otras, exclusiva
y excluyente, que le reportaría muchas alegrías y alguna que otra
amargura, cuyo símbolo era aquella cruz, alegoría de una muerte
paradójica que les daba a los que creían en ella la vida eterna y
verdadera... Profundamente conmovido después de esta visión
alucinante, se convirtió al cristianismo y con él su mujer e hijos,
recibiendo toda la familia las aguas del bautismo.
El grabado de Durero
presenta el momento en que el cazador, junto con su montura y perros
de caza, ve el ciervo con la cruz luminosa entre su cornamenta, y se
arrodilla ante la prodigiosa visión que supone la llamada del Señor.
San Eustaquio y el ciervo, Durero (c. 1501)
El emperador Adriano, sucesor de Trajano, le ordenó ofrecer un sacrificio a los dioses de Roma, a lo que Eustaquio se negó como buen cristiano que era ya, porque él sólo creía en un Dios único y verdadero, exclusivo y excluyente, tercamente monoteista, y no en todos los dioses falsos y paganos de los romanos, entre los que se incluían los propios emperadores divinizados tras su muerte…
Y aquí es donde
viene la invención apologética cristiana: hay toda una literatura
martirológica, sin ningún fundamento ni rigor históricos, que
convierte a estos fanáticos en santos, en mártires que dan
testimonio de su fe muriendo heroicamente y dando sentido a su vida, y que nos abren el camino
del martirio a los demás.
Según dichas
crónicas, Eustaquio sería condenado por este rechazo, junto con su
mujer e hijos, al suplicio de la muerte en el interior de un
contenedor de metal candente en forma de toro; que sería para ellos
una especie de horno donde serían abrasados vivos. Estos mártires
cristianos son, de algún modo, como los granos de café tostado, que
desprenden un aroma como el de esta taza de café, tan delicioso y
exquisito que mi acompañante y yo saboreábamos aquella fría noche en la ciudad
eterna.
La visión de san Eustaquio, Pisanello (c.1436-1438)
No es más que una
leyenda, por supuesto, falsa como todas, pero creó devoción en toda
Europa, siendo éste uno de los catorce santos auxiliadores que son
invocados en casos de necesidad, particularmente en época de
epidemias, al que se sigue venerando el 20 de septiembre en el
santoral cristiano. En la Edad Media, derivados de la leyenda del
santo, se escribirán numerosos poemas en los que la figura del
ciervo se convierte en símbolo de pureza y de cáritas, o lo que es
lo mismo, de amor cristiano.
Me comenta mi acompañante
que cada religión tiene sus dogmas, sus dioses, sus templos, sus
creencias, sus libros sagrados, sus particularidades, y su amplísima
zona de sombra que nos oculta la luz del infinito. La relatividad de
cada credo nos aleja del absoluto de lo divino. Y yo tomo el último
sorbo del delicioso café y asiento, dándole la razón: los santos
nos alejan de Dios, los religiosos de la religión.
Delicioso café, el mejor antídoto para aquella gélida noche romana de invierno.
Delicioso café, el mejor antídoto para aquella gélida noche romana de invierno.
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