Oigo por la radio que un niño
italiano de ocho años ha inventado una palabra nueva, el adjetivo “petaloso”. Una
maestra les había pedido a los niños una redacción sobre una rosa, y un niño se
sacó de la manga el adjetivo “petaloso” y se lo aplicó a la flor: una flor
petalosa (un fiore petaloso, en italiano, donde el término “fiore” es
masculino). A la maestra le hizo gracia el hallazgo de su alumno y decidió
escribir a la Academia de la Crusca, consutándole si podía darse por válida la palabra e incluirla en el diccionario. Y la Academia le ha felicitado por el hallazgo. Tenemos tanto miedo de equivocarnos al hablar que necesitamos consultar a las autoridades académicas competentes si es correcto o no lo que decimos, como si nosotros no tuviéramos competencia lingüística, como si sobre la lengua mandara alguien que está allá arriba por encima de nosotros que nos dijera lo que está bien y lo que está mal dicho, cuando, como se sabe, sobre la lengua no manda nadie más que el pueblo soberano o la comunidad de los hablantes.
El joven Matteo y su maestra
En realidad, el descubrimiento del niño no es sorprendente. No ha inventado nada que no estuviera ahí previamente descubierto y depositado en el tesoro común e inconsciente de la
lengua. Ahí estaba desde los griegos la palabra “pétalon”, que originalmente significaba
lámina u hoja de metal y nosotros utilizamos como metáfora para referirnos a
las hojas transformadas que forman parte de la corola de la flor. Hemos
heredado de nuestra lengua madre el procedimiento –oso/-osa para hacer
adjetivos derivados de sustantivos, y así de “ánimo” decimos “animoso”, de
miedo “miedoso” o de viento “ventoso” con el significado de “lleno de ánimo, de
miedo o de viento”, respectivamente.
Lo que hizo Matteo, que así se llamaba el niño, es tomar la palabra “pétalo” que tenemos en italiano y en castellano, y que nos ha entrado a través del latín “petalum”, y formar un adjetivo normal y corriente: “petaloso”: lleno de pétalos, para aplicárselo posteriormente a una flor, por ejemplo, a una rosa, la rosa petalosa. De hecho, la palabra “petalous” existía ya y estaba patentada en inglés, la lengua del Imperio, donde pétalo se dice petal y lleno de pétalos petalous aunque eso no lo supiera Matteo todavía ni le quita mérito a su hallazgo.
Lo que hizo Matteo, que así se llamaba el niño, es tomar la palabra “pétalo” que tenemos en italiano y en castellano, y que nos ha entrado a través del latín “petalum”, y formar un adjetivo normal y corriente: “petaloso”: lleno de pétalos, para aplicárselo posteriormente a una flor, por ejemplo, a una rosa, la rosa petalosa. De hecho, la palabra “petalous” existía ya y estaba patentada en inglés, la lengua del Imperio, donde pétalo se dice petal y lleno de pétalos petalous aunque eso no lo supiera Matteo todavía ni le quita mérito a su hallazgo.
La historia tiene su encanto
porque la palabra la ha puesto en circulación un niño, porque las autoridades
académicas la han admitido enseguida en el diccionario de la lengua, y porque,
a través de los medios de comunicación, se ha convertido en viral, es decir,
que se ha propagado como un virus en tuíter por la Red Informática Universal, y en tremding
topic, que dicen ahora con anglicismo flagrante, es decir que se ha puesto
tan de moda que hasta el presidente del consejo de ministros italiano, para dar
ejemplo, ha hablado de no sé qué proyecto “petaloso”. Por aquí también decimos a veces,
“espinoso”, porque las rosas no sólo están llenas de pétalos,
sino también, ya se sabe, de espinas.
El procedimiento que ha seguido
Matteo es muy viejo. Ya lo empleó Cicerón, por ejemplo, cuando le añadió a la palabra existente latina “mos moris”, que quiere decir, costumbre, cuya raíz es mor- la
terminación de adjetivo “-alis –ale” , inventando y poniendo en circulación el exitoso “moralis
morale”. Traducía así el arpinate al
latín el adjetivo griego “ethikós”, derivado de “éthos” costumbre, para referirse a lo que está sancionado por las “buenas”
costumbres. Inventaba, de paso, Cicerón la y lo moral. De ahí ya sólo faltaba un
paso para inventar inmoral, con prefijo negativo, para lo que no está bien visto
porque no es lo que Dios manda, y amoral con prefijo separativo, para lo
que propiamente no se puede calificar de moral ni de inmoral, porque escapa de
nuestras consideraciones maniqueas.
El tesoro inconsciente de la lengua no es propiedad privada de nadie, sino que es común, tanto como el aire que respiramos. Sobre la lengua, por mucho que se empeñen las autoridades académicas, no manda nadie. Lo que es del común no es de ningún.
El tesoro inconsciente de la lengua no es propiedad privada de nadie, sino que es común, tanto como el aire que respiramos. Sobre la lengua, por mucho que se empeñen las autoridades académicas, no manda nadie. Lo que es del común no es de ningún.
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