Ha pasado ya una buena ristra de años desde que
siendo yo mozalbete entonaba con alborozo aquella canción, cuyo estribillo me
viene ahora a las mientes, de «qué buenos son los padres escolapios, que buenos
son que nos llevan de excursión», agradeciéndoles infinitamente la salida del centro (eso es lo que sugiere el prefijo ex- de la palabra ex-cursión con toda su fuerza centrífuga) a los profesores que nos sacaban por un tiempo prudencial de la jaula de las aulas,
para que recargáramos las pilas y pudiésemos volver con energía renovada a la incursión (el prefijo in-, aquí de claro valor centrípeto, señala la vuelta a la normalidad y enclaustramiento; tras la excursión se impone la incursión en la
machadiana “monotonía / de lluvia tras los cristales”).
Que conste que yo no estudié en los escolapios ni
en los agustinos ni en los salesianos ni en ningún otro colegio de pago tampoco, sino
en un centro público, y no me pesa, sino todo lo contrario. El caso es que todos cantábamos aquella cantilena de agradecimiento a nuestros
profes “majos y enrollaos” equiparándolos con los padres escolapios, lo que
no les gustaba demasiado, la verdad sea dicha.
Ya por entonces los centros públicos comenzaban a competir con los privados en la organización de las llamadas “actividades extraescolares”, hasta el punto de que en la actualidad todos disponen prescriptivamente de un Departamento a ellas consagrado, y de un Jefe encargado de hacer su programación y el seguimiento de dichas actividades fundamentales para el normal funcionamiento de un centro escolar de primaria y secundaria que se precie, cuya obligatoriedad sin ellas resultaría intolerable, igual que un calendario sin festividades, un trabajo sin vacaciones o una semana sin finde. (Cuando hablamos aquí de "actividades extraescolares" no nos referimos a las clases de natación, ballet, artes marciales y encaje de bolillos con las que los padres complican las agendas de sus hijos fuera del horario escolar privándoles así de juego libre, sino a las que organizan los propios centros escolares, dentro de su horario lectivo, para proyectarse en la sociedad escurriéndose de sí mismas a fin de volver corriendo al redil y hacer más soportable la reclusión obligatoria).
Ya por entonces los centros públicos comenzaban a competir con los privados en la organización de las llamadas “actividades extraescolares”, hasta el punto de que en la actualidad todos disponen prescriptivamente de un Departamento a ellas consagrado, y de un Jefe encargado de hacer su programación y el seguimiento de dichas actividades fundamentales para el normal funcionamiento de un centro escolar de primaria y secundaria que se precie, cuya obligatoriedad sin ellas resultaría intolerable, igual que un calendario sin festividades, un trabajo sin vacaciones o una semana sin finde. (Cuando hablamos aquí de "actividades extraescolares" no nos referimos a las clases de natación, ballet, artes marciales y encaje de bolillos con las que los padres complican las agendas de sus hijos fuera del horario escolar privándoles así de juego libre, sino a las que organizan los propios centros escolares, dentro de su horario lectivo, para proyectarse en la sociedad escurriéndose de sí mismas a fin de volver corriendo al redil y hacer más soportable la reclusión obligatoria).
Hemos ido viendo desde entonces cómo también
rivalizan unos y otros centros en la organización de diversos saraos como
posados para orlas conmemorativas del inolvidable curso académico, organización de eventos deportivos y concursos de misses y misters -parece que estos últimos han pasado afortunadamente ya a la historia-, bailes de
primavera y de graduación, ceremonias de comienzo y fin de curso, y cómo llegan a fletar autobuses y chóferes para que se vayan turnando en los largos trayectos
por las autopistas de Dios devorando quilómetros a toda pastilla, trenes, cruceros y hasta aviones para poner en circulación por tierra, mar y aire por el ancho mundo no pocas cohortes de
estudiantes que vitorearán eufóricamente a la Madre Superiora (“¡Viva la Madre
Superiora!”), por lo tolerante y comprensiva que es organizando la excursión,
que ella preferirá denominar “salida didáctica y pedagógica”, quien, defensora como es de la
realización de ese “viaje de estudios” (sic) y por su trascendencia espiritual como una
de las señas de identidad irrenunciables de “su” convento, perdón, quería decir, de su
colegio, y de “su” proyecto educativo, celebrada año tras año
desde tiempos inmemoriales, acompañará a los novicios y novicias
como mayoral que vela por el rebaño pastoreándolo para que no se descarríe y
pueda recibir la bendición del sumo pontífice en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, donde se les dará suelta y día libre para que visiten, por su cuenta y riesgo, si así lo consideran, los museos.
Otro de los cánticos de aquellos autobuses que me
viene al hilo de esto a la memoria exhortaba al conductor a pisar el acelerador
de un modo bastante irresponsable e imprudente. Creo que decía algo
así: “Para ser conductor de primera, / acelera, acelera...” Ignoro si se siguen
cantando canciones en los autobuses. Imagino que no, que a lo sumo se entretendrá a los alumnos con películas de acción o de risa para que no se aburran con el paisaje, o se pondrá
algún tipo de música para todos que acabará disgustando a la mayoría, ahora que
cada cual cultiva sus gustos personales. A tal efecto, supongo,
cada uno llevará sus auriculares puestos para escuchar “su” tachunda, y se distraerá publicando y leyendo chorradas con su móvil en sus redes sociales, por lo que ya no se entonarán aquellos cantos corales más propios de una taberna que de
un autobús escolar.
Si los alumnos estudian Historia del Arte, por caso, parece muy justificado y hasta oportuno que visiten la Capilla Sixtina
in situ, aunque luego allí no puedan permanecer más de cinco minutos,
tal es la avalancha de turistas que suele haber, ni puedan atender a las
explicaciones de los profesores, en el caso de que estos les expliquen algo,
dado que se exige un silencio religioso por ser un lugar de oración, por lo que
resulta casi preceptivo acompañarse de una audioguía, pero esa actividad carece
de todo valor pedagógico si no se acompaña de un trabajo previo y posterior en
el aula, y si los alumnos no realizan durante su visita algún tipo de tarea complementaria, y se limitan a fotografiar sin ton ni son y al tuntún las cosas -incluidos ellos en los inevitables selfis de las "cosas que hay que ver"- que no tienen tiempo de ver
con detenimiento y recreación para enseñarlas después aburriendo a familiares y amigos.
Capilla Sixtina repleta de turistas
Parece a fin de cuentas como si las Actividades Extraescolares, por lo tanto, se hubieran convertido en las auténticas actividades del Centro Escolar, las que más lo caracterizan y definen, siendo las intraescolares, por emplear este término para las clases magistrales y cada vez menos magistrales, poco más que un breve paréntesis entre una y otra extraescolar y una disculpa para realizar las que realmente promocionan al Centro, las que rompen con la reclusión claustrofóbica, sin las que esta sería insoportable. Los profesores que critiquen la excesiva realización de dichas actividades, por su parte, serán ellos mismos tachados de intransigentes cavernícolas y carcas chapados a la antigua por pretender tener a los alumnos "amarrados al duro banco" de las galeras turquescas que siguen siendo, pese a todos los pesares, las aulas. Como consecuencia de todo esto, la mayoría de los centros escolares han cambiado y se han convertido en centros de actividades extra-escolares: organizan excursiones, intercambios de "inmersión lingüística" (sic) y viajes que hacen la competencia a las agencias del gremio; hacen turismo para dar una vuelta -eso es el "tour"- y volver tras el garbeo del giro de Copérnico a lo de siempre y a lo mismo.
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