Entro, no sé muy bien
por qué, en la iglesia de santa Ágata, en Bérgamo, y me encuentro
por casualidad con un cuadro bellísimo e inesperado a la derecha del
altar mayor que representa el martirio de otra santa, Apolonia de
Alejandría, atribuido sin mucho fundamento, al parecer, a un tal
Giavazzi da Poscante, que vivió en torno al 1500. Me conmueve
enseguida la resignación de Apolonia ante el dolor que le están
infligiendo. Diría incluso que hay cierta complacencia no poco
masoquista en el sufrimiento propio por parte de la santa, como si se
regodeara en su martirio. Me estremece asimismo el placer no poco
sádico del verdugo, que está gozando del dolor que inflige a su
víctima al extraerle uno a uno sus dientes y sus muelas con unas
toscas tenazas sin bálsamo que alivie su dolor.
Apolonia, amarrada a un
poste, sabe que ese sufrimiento está dando sentido a su vida, o,
mejor dicho, la asunción del sufrimiento que gozosamente padece. Es
como si negase religiosamente el dolor que está sufriendo y nos
señalase a los demás el camino de la cristiana resignación, invitándonos a la mortificación. Un ángel, que porta la palma del martirio, símbolo pagano y cristiano de la victoria, corona como V. M.(uirgo martyr, virgen mártir) a Apolonia, nombre propio que evoca sin querer al dios Apolo, y que a veces se ha abreviado en (A)Polonia, no sé si para deshacer el equívoco y alejar la reminiscencia pagana y no cristiana.
Martirio de Santa Apolonia, iglesia de santa Ágata en Bérgamo.
Fue, al parecer, Eusebio
de Cesárea (sigo III-IV post), considerado el padre de la historia
de la iglesia católica, quien en el libro sexto de su Historia
Ecclesiastica, escrita en griego, cita textualmente una carta del
obispo Dionisio de Alejandría a Fabio de Antioquía donde le habla
de los mártires de su ciudad en Egipto bajo el emperador Decio y
menciona, entre otros, el martirio de la santa, convirtiendo con muy
pocas palabras su breve biografía en hagiografía.
Ya de por sí una vida,
al ser escrita, se convierte en una especie de cuento, en historia o
crónica sagrada por el carácter inmutable que le confiere la escritura, en agua pasada que no mueve molino, y si se
trata de la narración de la vida de una mujer abocada al martirio,
es decir, a dar testimonio de su fe, la literatura le otorga a esa
vida una finalidad y una santidad que le infunden sentido y así la
justifican.
Era Apolonia, según el
historiador, una muy admirable virgen (parthénos) Era
ya de avanzada edad (presbýtis, es la palabra griega,
que sobrevive en nuestro término “presbicia” con el que
denominamos a la vista envejecida o cansada de ver las cosas, y en
“presbítero”, término religioso que designa al “eclesiástico
al que se le ha conferido la orden sagrada cuyo ministerio principal
es celebrar la misa”, por lo que hay quien ha pensado que fue una
diaconisa). Fue hecha prisionera, y le abrieron las mandíbulas
sacándole todos los dientes y muelas.
(Detalle)
Es lo que representa el
bellísimo lienzo bergamasco. Pero el historiador nos cuenta algo
más: sus verdugos prepararon una hoguera fuera de la ciudad y la
amenazaron con quemarla viva “si no pronunciaba con ellos las
proclamas de su impiedad”. Es de suponer que se burlaban de las
creencias de Apolonia y le exigían que negara la divinidad de Cristo
profiriendo blasfemias contra el Espíritu Santo, las más graves
para un cristiano, y juramentos contra la virgen María y la
santísima trinidad, o a invocar a dioses paganos, y a renegar en
definitiva de su fe y creencias religiosas.
Ella “tras excusarse un
poco” (hypoparaitesaméne brachý), es decir,
rogándoles que desataran sus manos, y tras dejarla ellos sin saber
muy bien cómo iba a reaccionar, acabará arrojándose por su propia
voluntad a la hoguera con la que la amenazaban. Y lo hará con firme
disciplina (syntónos, que
en griego significa tanto tensión de cuerpo como del espíritu,
intensidad y también acuerdo de sonidos, como nuestro “sintonizar”).
Se arrojará voluntariamente al fuego, anticipándose al castigo, y
será consumida por sus llamas.
Apolonia tardó en ser
canonizada varios años después de su muerte. Lo fue en el 299. La
tardanza pudo deberse al problema que plantea su “mors voluntaria”,
ya que la iglesia católica considera el suicidio como un crimen. En
su De la ciudad de Dios contra los paganos, Agustín de
Hipona, san Agustín, se plantea el caso de Lucrecia, una matrona
romana de la época monárquica, que tras ser violada por Tarquinio,
un amigo de su esposo, decide darse la muerte, y se pregunta si hay
que considerarla adúltera o casta (Adultera haec an casta
iudicanda est?) Después de razonar que Lucrecia no cometió
adulterio, porque no lo deseó, sino que fue obligada por la fuerza a
cometerlo, y tras juzgarla inocente, calificándola de víctima y de
casta, se plantea si no cometió otro delito: el de asesinato de un
ser humano, de sí misma.
Suicidio de Lucrecia (con el puñal), Lucas Cranach el Viejo (1538)
¿Por qué se elogia
tanto entonces el suicidio de Lucrecia, que para los antiguos romanos
era un ejemplo de virtud? Se plantea por lo tanto el santo por qué
es alabada si ha cometido adulterio; y porqué asesinada si fue
casta? (Si adulterata, cur laudata; si pudica, cur occisa?).
Afirma que las mujeres cristianas que han sufrido casos similares no
se han quitado la vida vengando en sí mismas el ultraje ajeno. (Non
hoc fecerunt feminae Christianae, quae passae similia uiuunt tamen
nec in se ultae sunt crimen alienum). Y que el mandamiento de “no
matarás” no sólo se refiere al prójimo, sino también a uno
mismo, que es claro en su formulación. Pues quien se mata a sí
mismo mata a otro que es un ser humano”. (Non occides, nec
alterum ergo nec te. Neque enim qui se occidit aliud quam hominem
occidit). Y sin embargo, Apolonia, para no ser arrojada por sus
verdugos a la hoguera, se precipitó ella misma, convirtiéndose en
verdugo de sí misma. Y la iglesia la canonizó y santificó.
El propio San Agustín, afirma más adelante que
algunas santas mujeres en la época de las persecuciones se arrojaron
a un río para perecer ahogadas antes de caer en manos de sus
violadores “y sus martirios se celebran con la mayor veneración
en la iglesia católica” (earumque martyria in catholica
ecclesia ueneratione celeberrima frequentantur). No quiere emitir
un juicio precipitado, dice, pero aventura la posibilidad de que sea
no un error humano (humanitus), sino la autoridad divina
(diuina auctoritas), lo que las hubiera empujado a ese final.
El suicidio en estos casos, según el santo de Hipona, no sería un
pecado ni tal suicidio, estaría justificado por obediencia a un mandamiento divino
(diuinitus) que contradice paradójicamente el otro de “no matarás”.
No parece que fuera el caso de Apolonia que, aunque
representada como joven doncella en casi todas sus figuraciones
posteriores, no fue amenazada con ser violada, sino quemada viva si
no renegaba de su fe. Su popularidad llegó a ser tan alta durante
la Edad Media que se conservaban casi por toda la cristiandad como
reliquias sus dientes y muelas, llegando a contabilizarse hasta
quinientas piezas dentales en una ocasión, y se convirtió en la
santa a la que se reza para aliviar los dolores de muelas, y la patrona paradójica -¿quién se lo iba a
decir?- de los sacamuelas, dentistas, odontólogos y, más
modernamente, estomatólogos.
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