miércoles, 21 de junio de 2017

Toxicidades e intoxicaciones

Tóxico es un adjetivo culto que entró en nuestra lengua hacia 1580, según Corominas, cuyo uso no se generalizó hasta el siglo XIX, y  ahora, en pleno siglo XXI, está adquiriendo un protagonismo inusitado, sobre todo entre los mileniales, es decir, entre las nuevas generaciones que han nacido y se están criando a la sombra de este tercer milenio de la era cristiana.

El adjetivo tóxico de aplicarse sólo a las cosas ha pasado a calificar también a determinadas personas: ya no hay sólo cosas, sino también personas tóxicas. Y no es verdad:  lo tóxico no son las personas, sino las relaciones jerárquicas de dominio que establecen entre ellas: dentro de la familia,  las relaciones paterno-filiales de los padres con los hijos, y fuera de ella las laborales de los jefes y los empleados, entrecruzándose todas con las relaciones sexuales en todos los ámbitos, que también son de dominio y jerarquía. Eso y no otra cosa es lo que envenena a las personas: las relaciones interpersonales de dominio.


El adjetivo, en efecto,  no sólo se aplica ya a desperdicios, emisiones, gases, líquidos, materiales, productos,  residuos y demás sustancias venenosas, cosas en definitiva, que suelen ser productos de la sociedad de consumo, como antaño,  sino que se utiliza y mucho para calificar a determinada gente, pobrecita, como si estuvieran apestados: amistades tóxicas, que nos decepcionan y nos llevan por la Calle de la Amargura sin número; clientes tóxicos a los que han tenido que enfrentarse nuestros modernos emprendedores, que a veces emprenden mucho pero no suelen aprender casi nada; conductas y emociones tóxicas; empleados tóxicos que son una mala influencia en la empresa u oficina para el resto de sus compañeros de trabajo y para sus jefes, que también son tóxicos y, hay muchos, que tratan mal y maltratan a sus empleados;  familias y hogares tóxicos, donde los padres y las madres ejercen excesiva presión sobre sus hijos e hijas, tanta que no la soportan por lo que también pueden llegar a ser tóxicos y tóxicas, respectivamente, y hacerles la vida imposible a sus progenitores que acaban arrepintiéndose de haberlos traído al mundo;  masculinidades y feminidades tóxicas en definitiva que generan, como dicen los políticos,  noviazgos tóxicos que a su vez les crean muchos conflictos a los involucrados en ellos y no poco dolor por aquello de que “quien bien te quiere te hará sufrir”;  ideas y pensamientos tóxicos; personas, personajes y personalidades tóxicas que te hacen sentir mal aunque tú no tengas la culpa; relaciones de pareja y parejas tóxicas por lo atosigantes que resultan,  ya sean reales o virtuales, porque también hay redes sociales, todas ellas sin excepción,  tóxicas. El adjetivo se ha convertido en una palabra comodín, una muletilla que corre el peligro de valer para todo y de no servir para nada por la misma razón, tan general es su uso que su significado se ha convertido en un genérico bastante poco preciso  que intoxica nuestro vocabulario. ¿Quién lo desintoxicará?

¿De dónde nos viene esta palabra? ¿Cuál es su biografía y su árbol genealógico? La palabra tóxico procede del latín TOXICVM, cuya evolución es tóxico como cultismo del que derivan toxina y toxicidad,  y los compuestos intoxicar (con el prefijo IN-- que, a diferencia de AD- que indica sólo aproximación a algo, expresa penetración o introducción), toxicología (con el sufijo griego -LOGÍA, que quiere decir estudio) y toxicomanía (con el sufijo también griego -MANÍA que indica adicción patológica), y acaba en  tósigo como palabra patrimonial, caída casi ya en desuso y que tanto se refiere a la ponzoña y el veneno, como a una pena y una angustia muy grandes, por lo que su compuesto atosigar (con el preverbio AD-) se define en primer lugar como “emponzoñar con tósigo”, es decir, envenenar, y también en segundo lugar y sentido figurado “agobiar a alguien metiéndole mucha prisa para que haga algo” e “inquietar, acuciar con exigencias o preocupaciones”. Pero no es muy satisfactoria la explicación de que este segundo significado deriva del primero, por lo que se ha supuesto y postulado un origen latino tardío basado en *tussicare o acaso en *tussigare, formado sobre la palabra latina clásica tussem que significa "acceso de tos", y evoluciona precisamente a tos,  y el verbo tussire "toser",  de modo que ese presunto *tussicare/*tussigare significaría provocarle a alguien un ataque de tos, y de ahí, apremiarle o urgirle a hacer algo hasta la fatiga. Tusigar existe en gallego y significa "toser débil pero repetidamente".

No me resisto aquí a copiar aquel epigrama de Marcial I, 19 de la tos dedicado a una tal Elia, nombre propio que es un pseudónimo como suele ser habitual en este poeta.

 Si memini, fuerant tibi quattuor, Aelia, dentes:
expulit una duos     tussis et una duos.
Iam secura potes totis tussire diebus:
nil istic quod agat     tertia tussis habet.

Elia, si mal no recuerdo, tenías tú cuatro dientes:
dos una tos te arrancó y   dos otro ataque de tos.
  Puedes toser ya todos los días sin mucho problema: 
una tercera tos    nada ahí  tiene que hacer. 


Han confluido, pues, dos raíces: TOS-, que procede de tussem, y es la que nos atosiga hasta dificultarnos la respiración y provocarnos la tos del cansancio, y TOX-, que es la que propiamente nos envenena y que veremos ahora de dónde viene.



La palabra latina toxicum procede a su vez de la expresión griega toxicòn phármakon, donde phármakon quiere decir “veneno, ponzoña, droga”, como vemos en nuestro propio vocabulario fármaco, farmacia, farmacéutico… La expresión estaba, pues, compuesta por el sustantivo phármakon y el curioso adjetivo toxicón, que es el que ha sobrevivido y acaparado el significado ponzoñoso del sustantivo.  ¿De dónde surge el adjetivo toxicón? Pues nos remite al sustantivo griego clásico tóxon,  moderno tóxo, que quiere decir arco y también flecha. A partir de este sustantivo se creó el adjetivo añadiéndole a la raíz tox-  el sufijo –ik-, toxicós que propiamente significaba “relativo al arco y a las flechas”, por lo que la expresión toxicòn phármakon, quería decir “veneno para las flechas”, y de ahí, letal para las víctimas del flechazo.


¿Hay amores tóxicos o el amor es siempre tóxico porque sus flechas están emponzoñadas? Recordemos lo que decía Propercio, el poeta enamorado,  del fiero Cupido armado de arco y flechas. Decía que su aljaba o carcaj que colgaba de sus hombros estaba provisto de unas flechas ganchudas (hamatis: con garfio o anzuelo que nos engancha y nos desgarra si intentamos librarnos de ellas): "nec quisquam ex illō     vulnere sānus abit": "y del desgarro aquel    nadie sin daño se va".

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