lunes, 18 de junio de 2018

De la abdicación de Lucio Cornelio Sila

No sólo les parecía una cosa fuera de razón a los que sufrían la tiranía de mala gana y con pesadumbre, sino verdaderamente a todo el mundo, amase o no la libertad, que alguien como Lucio Cornelio Sila, que con tantos trabajos había por fuerza alcanzado la dictadura, dijera ahora en el foro que, satisfecho ya su apetito de mandar, dejaba por hastío de las guerras, por hastío del poder y por hastío de la propia ciudad de Roma la dignidad del cargo que ostentaba, pasando de tirano que fuera a simple particular, retirándose por consiguiente a la quietud y soledad, como había hecho el primer dictador de la república romana, el legendario Cincinato, a fin de que el resto de su vida trascurriera lejos del mundanal ruido en la paz del ocio, apartado de todos los negocios, y en el silencio de la aldea. 

Moneda acuñada con la efige del cónsul Sila (Sulla cos.)

Había mandado, en efecto, quebrar las varas que eran insignia de su dictadura, licenciado su guardia personal y se hacía acompañar sólo de algunos amigos por toda Roma, siendo mirado por todo el pueblo con espanto y maravilla, por la novedad del insólito suceso de que alguien tan poderoso hubiera renunciado por propia voluntad a su poder.

Otro dictador vendrá después de Sila, que no querrá hacer como él, y no abdicará de un cargo que quería vitalicio. Gayo Julio César, en efecto, morirá asesinado en las idus de marzo del año 44 antes de Cristo en nombre de la libertad y la república.

Solamente hubo un muchacho que se atrevió a seguir un día a Lucio Cornelio Sila hasta su casa descerrajándole a la cara algunos pesares por la calle, lo que le hizo reflexionar a éste: “Yo, que nunca solía soportar una palabra de reproche cuando estaba en el poder, tengo que sufrir ahora con paciencia las amargas impertinencias y afrentas de este mocoso”. Hemos de imaginar la irritación del mirar fiero y desapacible de sus ojos azules que se hacía todavía más terrible al que lo miraba por el color de su semblante, donde se mezclaba a trechos lo rubicundo y colorado con una palidez que se diría sepulcral.

 Busto de Lucio Cornelio Sila

¿Quién era aquel mozalbete, poco más que un niño todavía,  que se atrevía a echarle en cara sus crímenes? Probablemente el hijo de alguno de sus muchísimos enemigos, algún vástago resentido de alguno de aquellos cien mil ciudadanos romanos que habían muerto en el curso de la guerra civil, o un huérfano malencarado de alguno de los noventa senadores, quince cónsules, más de dos mil seiscientos caballeros que había hecho asesinar, privando a muchos de sepultura, o que había proscrito, condenado al destierro y confiscado todos sus bienes, dejando en la más absoluta ruina de la miseria a sus herederos...

Resolvió, pues, retirarse a la Campania, a sus propias posesiones, en donde deleitándose con la soledad marítima, pasaría el tiempo consagrado a la pesca y semejantes ejercicios.

Dicen las crónicas que, sin embargo, se le apareció una noche entre sueños un demonio en forma de fantasma ensangrentado que le llamaba no una vez o dos, sino insistentemente, haciendo eco de sí mismo, y que habiendo Sila por la mañana contado esta pesadilla a sus íntimos, no poco supersticioso como era, hizo testamento. La noche siguiente a ese día hubo que llamar al médico de urgencia porque le sobrevino una fuerte calentura. A los pocos días llegó a su fin el curso de su vida. Contaba 59 años de edad al retirarse de la política. Fallecía al año siguiente a la edad de sesenta años.

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