jueves, 26 de julio de 2018

Por la desescolarización obligatoria (leyendo a Ivan Illich)

Nunca hasta ahora se me había ocurrido discutir el valor de la escolarización obligatoria a mí, que, engañado como estaba, consideraba que era un logro irrenunciable de la sociedad moderna y contemporánea, hasta que, a punto ya de jubilarme, me entra leyendo a Ivan Illich la duda razonable (La sociedad desescolarizada, 1970), una duda que tal vez yo no quería admitir en mi fuero interno porque era profesor y necesitaba creer en la trascendencia de mi profesión y de lo que hacía, una duda que en todo caso no admite ya certidumbres y que me hace descubrir ahora lo equivocado que estaba.  Si acaso, discutía que estuviera en manos de la Iglesia en vez del Estado, que utilizara estos o aquellos métodos pedagógicos, que fuera o no fuera democrática, que segregara a los niños de las niñas... pero nunca su carácter obligatorio.
 


Me doy cuenta ahora, tal vez demasiado tarde ya -pero nunca es tarde cuando se hace un descubrimiento y se desengaña uno a sí mismo y de paso un poco también a los demás-, de que la institución escolar al margen de sus circunstancias es el mayor y más pernicioso obstáculo que hay para el aprendizaje y el mayor impedimento para la educación y la trasmisión de los valores, ya que el derecho a una y otra cosa se ve restringido y constreñido por lo que constituye su currículum oculto: su propia imposición, la obediencia a lo que está mandado, y,  ahora que ha desaparecido la vieja mili que tantos padecimos en estas Españas nuestras, donde uno se hacía según decían un "hombre",  su cualidad de sucedáneo agravado de aquella, habida cuenta de su larga duración y de su imposición desde la más tierna infancia: se ha implantado un nuevo servicio militar obligatorio por imperativo legal para toda la población “en edad escolar”. ¡Y todavía hay quienes quieren alargar dicha escolaridad espartana desde los cero hasta los dieciocho años! 

 

Una gran ilusión, y por lo tanto gran mentira, en que se apoya el sistema educativo -palabra que ha sustituido insidiosamente a “escolar”- es que la mayor parte del saber es el resultado de la enseñanza que se imparte en las escuelas. La mayoría de las personas, por el contrario, ha aprendido la mayor parte de sus conocimientos, habilidades y valores fuera de los recintos académicos. La adquisición del lenguaje, por ejemplo, se aprende de manera informal, extraescolar, dentro de la familia, en el grupo de amigos y afines, en la calle. La mayoría de las personas que aprenden bien un segundo idioma, por otro lado, lo hacen como consecuencia de circunstancias aleatorias y no de una enseñanza programada en una Escuela Oficial de Idiomas, por ejemplo. Suele decirse que los idiomas se aprenden en la cuna en que uno nace y, más tarde, en la cama que comparte, lo que quiere decir que rara vez o nunca en escuelas, institutos y academias.



Otra cosa es la escritura, que se le impone a la oralidad de la lengua viva: el proceso de alfabetización suele adquirirse en la escuela con la inculcación de las reglas -rejas- de ortografía y la fijación escrita que es como la sepultura de la libertad de la lengua hablada, que así se ve privada de ella en la cárcel o en la tumba de los textos. La escuela, además, es la responsable directa de que se aborrezca la lectura, ese quizá vano y desesperado intento de resucitar lo que está muerto. Nada mata más el gusto y el amor a la lectura que la obligación de tener que leer por imperativo curricular.



Si las escuelas son, por ser curriculares y programáticas, el lugar menos apropiado para aprender destrezas y habilidades, son lugares aún peores para adquirir una educación y una cultura. La escuela realiza mal ambas tareas, en parte porque no distingue entre ellas y las confunde -de hecho mucha gente no sabe muy bien a qué responde la E del acrónimo ESO en España: no es Enseñanza, sino Educación Secundaria Obligatoria; ahí se ve la ilustre confusión-; y en parte también porque sus valores consisten en conducir al niño hacia la edad adulta y el mercado laboral, es decir, al matadero, en manos de psicagogos y pedagogos que domestican a la "fiera salvaje" para que entre por el aro, que a eso se han reducido los maestros y profesores: manipuladores de almas y de niños a los que adoctrinan con la imposición de horarios, exámenes, temarios escolares y actividades extraescolares.



Como dijo el reverendo Carlos Marx: El sistema capitalista no precisa de individuos cultivados, sólo de mujeres y hombres formados en un terreno ultraespecífico que se ciñan al esquema productivo sin cuestionarlo. El sistema educativo se encarga de formar hombres y mujeres en un terreno limitadísimo que responda a las demandas del mercado y a la especialización del trabajo, non omnia possumus omnes, -formación profesional en el sentido más amplio de la expresión-, sin poner en tela de juicio el engranaje en el que se pretende insertarlos.



Creemos que hay allá arriba, -y no sé muy bien de dónde hablo cuando menciono esas excelsas alturas- un comité de expertos y sabios, como dicen ahora, quizá catedráticos eméritos de Universidad -doctores tiene nuestra Alma Mater, la nueva y laica Iglesia-, que saben lo que hay que saber y que deciden qué es lo que tenemos que aprender los demás y qué es lo que no. Le concedemos al Estado y a sus autoridades esa prerrogativa y la potestad y el privilegio de certificar a través de la nefasta evaluación la adquisición de los objetivos educativos  de sus ciudadanos y ciudadanas, tanto votantes como contribuyentes,  y olvidamos lo que nos enseñó el Zaratustra de Nietzsche cuando bajó de la montaña y se preguntó socráticamente: ¿Qué es el Estado? A lo que se contestaba: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuanto miente; y esta es la mentira que se desliza de su boca: Yo, el Estado, soy el pueblo”. 


Hay que defender la desescolarización obligatoria porque "escuela obligatoria" es una contradicción terminológica. Si es escuela no puede ser obligatoria, porque scholé es palabra griega que significa, por cierto,  ocio y no trabajo, es decir, desempleo y libertad, falta de utilidad práctica, juego -ludus se decía en latín-,  jamás obligación.

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