La opinión pública
cacarea machaconamente que los niños van a la escuela a aprender. Pero esta opinión
pública es el producto y resultado del adoctrinamiento de la propia institución
académica, que así justifica su existencia y la necesidad misma de
la escolarización obligatoria, su auténtico currículum
oculto: encerrar y privar de libertad en aulas, horarios, calendarios
y planes de estudios a niños y niñas en su más tierna infancia
hasta casi la mayoría de edad.
En la escuela, que es el
moderno opio del pueblo, se nos enseña que el resultado de la
asistencia obligatoria es un aprendizaje valioso y significativo; que el
valor del aprendizaje aumenta con el aumento de la información
suministrada y asimilada; y, finalmente, que este valor puede
evaluarse y documentarse mediante grados, títulos y diplomas que
certifican su adquisición.
Sin embargo, algo nos dice en nuestro fuero interno que eso de aprender algo en la escuela no es verdad: todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de las aulas, es decir, al margen del proceso "educativo" diseñado y programado para nosotros, sin nuestros maestros y profesores y, muy a menudo, a pesar de éstos y en su contra.
Sin embargo, algo nos dice en nuestro fuero interno que eso de aprender algo en la escuela no es verdad: todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de las aulas, es decir, al margen del proceso "educativo" diseñado y programado para nosotros, sin nuestros maestros y profesores y, muy a menudo, a pesar de éstos y en su contra.
El papel que desempeña
el profesor tiene varios ángulos o vertientes igualmente
perniciosos. Por un lado es un vigilante que custodia a los alumnos
que están bajo su tutela, a los que somete a ciertas rutinas
cotidianas; por otro lado es una figura revestida de cierta dignidad,
que se presenta in loco parentis, y asegura así que todos sus
alumnos se sientan hijos del mismo Estado. El profesor es también
un psicagogo y un pedagogo autorizado a inmiscuirse en la vida
privada de sus alumnos a fin de ayudarlos a desarrollarse como
personas, es decir, a pasar por el aro y convertirse en votantes y
contribuyentes en su edad adulta.
Las escuelas convierten a
las tiernas criaturas infantiles en productores y consumidores
modernos. De todos los "falsos servicios de utilidad pública",
la escuela es el mito que parece más inocente y resulta el más
insidioso. El currículum oculto modela al consumidor que da más
valor a los bienes institucionales que a los servicios no
profesionales del prójimo, inculcando al alumno la creencia enajenante
de que a mayor producción más calidad de vida, y el reconocimiento de los escalafones institucionales y la jerarquía.
¿Tiene algo de bueno la
escuela? Francamente, nada o muy poco, poquísimo. La escuela ofrece
efectivamente a los niños una oportunidad de escapar de sus padres y casas y
encontrar nuevos amigos, pero al mismo tiempo este proceso,
enriquecedor sin duda y liberador, inculca en ellos la conveniencia
de elegir sus amistades entre aquellos con quienes han sido
aleatoriamente congregados, sus compañeros conscriptos, y la imposibilidad práctica de hacerlo libremente con otras personas de cualquier
condición, sexo o edad. El derecho a la libre reunión, reconocido
políticamente y aceptado socialmente, está en el caso de los
menores de edad restringido por leyes que hacen obligatorias
institucionalmente ciertas formas de reunión, que son las clases a
las que asisten, según la fecha de nacimiento, el curso o nivel escolar, recluidos (y reclusos) en los lugares destinados a su
confinamiento, dotados cada vez más de verjas en puertas cerradas y ventanas, vallas en el perímetro del recinto "escolar", cámaras de videovigilancia y, en algunos casos, hasta personal de
seguridad.
Es raro ver ya jugar a
niños y niñas libremente en las calles de nuestras grandes ciudades, donde
jamás perciben por sus sentidos algo que no haya sido ideado,
proyectado, planificado y vendido, expresa- y previamente. Los pocos
árboles que crecen en ellas no son una irrupción de la naturaleza
en la ciudad, sino el fruto del diseño de un parque público.
Prometeo robó el fuego a
los dioses y se lo entregó a los hombres, a los que enseñó a
forjar el hierro y el acero. Con esos hierros y aceros mismos, señala
Ivan Illich, se construyeron las esposas, grillos y grilletes que
encadenaron a Prometeo a la roca del Cáucaso, los mismos que nos
privan a nosotros de libertad.
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