lunes, 13 de noviembre de 2017

Torres más altas han caído


Turris Chalifae (Arabice برج خليفة, in litteris Latinis Burj Khalifa),  Babelica atque altissima orbis terrarum structura ab hominibus facta,  in medio deserto, in  urbe Dubai,  sita est.

Según mis noticias, que pueden no ser muy fiables porque a estas alturas la estupidez humana progresa como la ciencia que es una barbaridad y puede que se haya levantado otro más alto todavía, el rascacielos más elevado del mundo se halla en la capital de los Emiratos Árabes, enorme símbolo itifálico donde los haya, posmoderna y estrambótica catedral gótica a modo de Torre de Babel que aspira vanamente a llegar hasta un Dios que no existe, última aberración arquitectónica -por ahora- del ingenio del género humano.

 La torre de Babel, Peter Brueghel el Viejo (1563).

Parece que estamos compitiendo a ver quién tiene la verga más larga y le mide más el aparato masculino del Poder en estado priápico de erección permanente.

Y, claro, la torre del Califa de Dubai, que así se llama en honor del jeque Jalifa o Califa ben Sayed al Nahyan, presidente de los Emiratos Árabes Unidos,  se lleva por ahora la palma con sus 828 metros de altura, si no son 829 –a ver quién se sube allá arriba a medirlos-, casi tres veces la torre Eiffel parisina, casi un quilómetro de soberbia hybris en un alarde de prepotencia tan machista como infantil.

La torre del Califa de Dubai, la más alta del mundo.

No les ha echado para atrás a sus arquitectos, promotores y constructores lo sucedido con el derrumbamiento de los Rascacielos Iguales de Nueva York víctimas de un ataque terrorista, a juzgar por la inauguración en medio de fastuosos fuegos artificiales de este neoengendro monumental y disparatado, babélica torre que se convierte en el edificio más alto del planeta a considerable distancia de sus más inmediatos seguidores, un despropósito más que se alza en medio del desierto hacia la nada del cielo azul y vacío de Dubai y que proyecta su alargada y siniestra sombra sobre nosotros.

En el libro bíblico del Génesis, capítulo 11, se habla de cómo Dios decidió crear la confusión de las lenguas, y, consiguientemente, las naciones, de modo que los hombres dejaran de formar un solo pueblo y de entenderse los unos a los otros al hablar distintos idiomas. Merece la pena leerlo. La traducción es de Nácar-Colunga: "Era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Senaar, y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: "Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego." Y se sirvieron de los ladrillos como de piedra, y el betún les sirvió de cemento; y dijeron: "Vamos a edificarnos una ciudad y una torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por la haz de la tierra". Bajó Yavé a ver la ciudad y la torre que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: "He aquí un pueblo uno, pues tienen todos una lengua sola. Se han propuesto esto y nada les impedirá llevarlo a cabo. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos a otros". Y los dispersó de allí Yavé por toda la haz de la tierra, y así cesaron de edificar la ciudad. Por eso se llamó Babel, porque allí confundió Yavé la lengua de la tierra toda, y de allí los dispersó por la haz de toda la tierra".

Como escribía Félix de Azúa en su columna de El País del 26 de septiembre de 2017 titulada "Un amigo":  (...) los idiomas no son el lenguaje, sino un modo de estar en el mundo que manipulan los tiranos para arrodillarnos ante una identidad".  

 

Pallida Mors aequo pulsat pede pauperum tabernas / regumque turris, cantaba el poeta Horacio en aquel arquiloquio seguido de senario yámbico cataléctico, donde proclamaba la igualdad que la democrática muerte dispensaba a todos y a todo: “Pálida muerte golpea de idéntico pie chabolas pobres / y regias torres”.

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