Don Miguel de Unamuno en el soneto número 90 de su Rosario de sonetos líricos forjó
el neologismo “hidetodo”, calcado de los clásicos hideputa e hidalgo, y esbozó
otro: hidediós. Hideputa e hidalgo son dos palabras castellanas viejas, como
nos recuerdan nuestros clásicos, por ejemplo Sancho en El Quijote: –¡Oh
hideputa bellaco, y cómo es católico! Ambas son abreviaciones de hijo: hijo
de puta e hijo de algo, respectivamente. Hidalgo tiene un correlato portugués
que es fidalgo, que deja entre ver el origen latino de filius alicuius,
hijo de algo, es decir, hijo de alguien, nacido de padre legítimo, frente al
hijo de puta o nacido de padre desconocido.
El
soneto, que se titula precisamente “Hidetodo”, está dedicado a un mendigo o
pordiosero, y en el último terceto dice: “de todo eso de honor dásele un higo /
y no ya hi-d' algo es, si se discurre, / hi-de-todo, de Dios, este mendigo”. Al
mendigo se le da un higo, es decir, no le importa nada todo eso del honor, por
lo que no es un hidalgo, sino un hidetodo, es decir, un hidediós. Estos neologismos
hidetodo e hidediós no admiten un plural distinto del singular, habida cuenta
de nuestro monoteísmo. Hidedioses, en efecto, nos volvería politeístas. Tengo
mis dudas sobre si “hidetodos” sería un plural admisible para “hidetodo” tal
como lo usa Unamuno.
Fue don Agustín García Calvo el primero, si no me equivoco, que en “Apuntes para la conferencia Democracia”, publicados en Actualidades (edit. Lucina, Madrid, 1980) arremetía contra la dicotomía hidalgo/hideputa y escribía, haciéndose eco tal vez de la sugerencia del soneto de su admirado Unamuno: “Aquí el pueblo, el pueblo legítimo, no tiene la más pequeña vacilación: “Todos somos hijos de Dios es frase suya, y eso quiere decir: “No hay hijos d' algo e hijos de puta”... : no hay más que hijos de Dios. Todos somos iguales”. Después de recordar a Unamuno, que lo defendía en su ensayo La dignidad humana, argumentaba García Calvo con irónica finura: ...todos somos iguales; y sólo cuando vemos a uno afirmando lo contrario, sosteniendo esa distinción, por ejemplo, entre hijos d' algo y de puta, se siente uno inclinado a hacer una excepción a la regla en atención a quien tal dice.
Encuentro, por otra parte, en las Coplas de Vita Christi de Fray Íñigo de Mendoza de finales del siglo XV y en el villancico Dadme Albricias del Cancionero de Upsala del siglo XVI documentada la expresión "hi de Dios", referida en el villancico a Jesucristo recién nacido ("el nuevo Adán") pero al propio Mingo en la copla de Íñigo de Mendoza, al que se apela como "hijo de Dios", expresión con la que se quiere dar a entender que ni es un hidalgo ni un hideputa tampoco, sino todo lo contrario.
Si como el mendigo de Unamuno todos somos hi-de-todo o hi-de-Dios, eso quiere decir que nos importan un higo la paternidad, el nombre del padre, el patrimonio y el patriarcado. Anulamos así la dicotomía hideputa/hidalgo, contra la que se rebelaban Unamuno y García Calvo, y reconocemos que todos somos hijos de Dios, es decir, hijos de nadie porque no hay Dios que valga, como suele decir el vulgo, o porque, dicho de otro modo, el nombre verdadero del Padre, Dios, Alá o Yahvé, sea cual sea el pseudónimo que queramos emplear para nombrarlo, es Nadie, o, lo que es lo mismo, Cualquiera. Sigue vigente, por lo tanto, el viejo adagio jurídico latino, pater semper incertus, el padre es siempre desconocido a pesar de todas las pruebas de paternidad y de ADN que quieran hacerse para averiguarlo, mater certissima, la madre sin embargo resulta siempre más que conocida.
Fue don Agustín García Calvo el primero, si no me equivoco, que en “Apuntes para la conferencia Democracia”, publicados en Actualidades (edit. Lucina, Madrid, 1980) arremetía contra la dicotomía hidalgo/hideputa y escribía, haciéndose eco tal vez de la sugerencia del soneto de su admirado Unamuno: “Aquí el pueblo, el pueblo legítimo, no tiene la más pequeña vacilación: “Todos somos hijos de Dios es frase suya, y eso quiere decir: “No hay hijos d' algo e hijos de puta”... : no hay más que hijos de Dios. Todos somos iguales”. Después de recordar a Unamuno, que lo defendía en su ensayo La dignidad humana, argumentaba García Calvo con irónica finura: ...todos somos iguales; y sólo cuando vemos a uno afirmando lo contrario, sosteniendo esa distinción, por ejemplo, entre hijos d' algo y de puta, se siente uno inclinado a hacer una excepción a la regla en atención a quien tal dice.
Encuentro, por otra parte, en las Coplas de Vita Christi de Fray Íñigo de Mendoza de finales del siglo XV y en el villancico Dadme Albricias del Cancionero de Upsala del siglo XVI documentada la expresión "hi de Dios", referida en el villancico a Jesucristo recién nacido ("el nuevo Adán") pero al propio Mingo en la copla de Íñigo de Mendoza, al que se apela como "hijo de Dios", expresión con la que se quiere dar a entender que ni es un hidalgo ni un hideputa tampoco, sino todo lo contrario.
Si como el mendigo de Unamuno todos somos hi-de-todo o hi-de-Dios, eso quiere decir que nos importan un higo la paternidad, el nombre del padre, el patrimonio y el patriarcado. Anulamos así la dicotomía hideputa/hidalgo, contra la que se rebelaban Unamuno y García Calvo, y reconocemos que todos somos hijos de Dios, es decir, hijos de nadie porque no hay Dios que valga, como suele decir el vulgo, o porque, dicho de otro modo, el nombre verdadero del Padre, Dios, Alá o Yahvé, sea cual sea el pseudónimo que queramos emplear para nombrarlo, es Nadie, o, lo que es lo mismo, Cualquiera. Sigue vigente, por lo tanto, el viejo adagio jurídico latino, pater semper incertus, el padre es siempre desconocido a pesar de todas las pruebas de paternidad y de ADN que quieran hacerse para averiguarlo, mater certissima, la madre sin embargo resulta siempre más que conocida.
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