En su afán por proteger a sus
hijos de un mundo que consideran hostil y atiborrado de peligros indefinidos,
muchos progenitores, cegados por un concepto mal entendido de paternidad, es decir,
por un exceso de rol, como dicen los psicagogos, y movidos por el amor que sin duda sienten por sus
tiernas criaturas y por el miedo de que les suceda algo malo, logran lo contrario que
pretendían, y dejan a sus vástagos indefensos e incapaces de sufrir la más
mínima contrariedad que les sobrevenga sin derrumbarse, como polluelos que no
acaban de romper nunca el cascarón protector del huevo y salir de él a
enfrentarse con el mundo y con la vida.
Conocí a una profesora que hacía
siempre los deberes con sus hijos desde muy pequeños, y que, bien entrados
ellos ya en la adolescencia, seguía tomándoles la lección y estudiando con
ellos y terminando muchas veces sus tareas, a la vez que organizaba sus tiempos
y técnicas de estudio; por lo que ella, como madre, y no ya como profesora, estaba en contra de
los deberes escolares y mostraba una férrea oposición mayor aun, si cabe, que la de
sus hijos. Muchas veces decía que los profesores, y entonces hablaba como madre exclusivamente y
no como enseñante, no
eran conscientes del ingente trabajo que suponían los deberes escolares para
los alumnos y no eran conscientes de que las vacaciones y los fines de semana eran para descansar y recargar las pilas a fin de poder reincorporarse al trabajo con nuevos bríos y energía.
No es raro que desde las hodiernas Jefaturas de Estudios de los Institutos de Educación (y no Enseñanza, que es palabra más noble) Secundaria se recuerde a los profesores que no deben mandar tareas a los alumnos para los períodos vacacionales, no vayan a provocarles algún traumatismo craneal o psicológico: el ocio es el ocio, o sea la otra cara del negocio.
Cuando el primogénito de la profesora de marras logró licenciarse -hoy, después del plan Bolonia, diríamos graduarse- en la Uni, no sin algún esfuerzo, pues era un vago redomado, nos comentó a sus allegados y conocidos que ella también había acabado, por fin, la carrera de derecho y se había laureado y conseguido una segunda licenciatura.
No es raro que desde las hodiernas Jefaturas de Estudios de los Institutos de Educación (y no Enseñanza, que es palabra más noble) Secundaria se recuerde a los profesores que no deben mandar tareas a los alumnos para los períodos vacacionales, no vayan a provocarles algún traumatismo craneal o psicológico: el ocio es el ocio, o sea la otra cara del negocio.
Cuando el primogénito de la profesora de marras logró licenciarse -hoy, después del plan Bolonia, diríamos graduarse- en la Uni, no sin algún esfuerzo, pues era un vago redomado, nos comentó a sus allegados y conocidos que ella también había acabado, por fin, la carrera de derecho y se había laureado y conseguido una segunda licenciatura.
Los hijos e hijas -cedamos a lo políticamente correcto como hacen los políticos y las políticas- de papá y de mamá, cuando ya son un poco mayorcitos,
son incapaces de orientarse en la calle,
tienen una rabieta al menor contratiempo si no consiguen lo que quieren y se sienten
frustrados ante el menor cambio en lo previsto, no saben atarse los cordones de
los zapatos, y ante cualquier problema sólo saben recurrir a papá y a mamá
mediante el móvil, ese moderno cordón umbilical inalámbrico que les une al
claustro materno y que asegura su dependencia del pesebre del portal de Belén.
Adoración de los Magos, Durero (1504)
En inglés ‘to spoil’, que deriva
del latín spoliare (desnudar), significa ‘mimar’, y también ‘estropear’, de
modo que los anglosajones saben muy bien que los niños mimados están echados a
perder, estropeados, espoliados o expoliados, que de ambas formas se puede
decir en castellano, es decir despojados de su independencia, privados de autonomía
y libertad a fuerza de tanto cariño. Los “spoilers” son, obviamente, sus
padres, que les han contado cómo iba a acabar la película de sus vidas,
desentrañándoles el nudo del argumento y el final, antes de vivirla.
Las familias modernas, reducidas
a su mínima expresión –monoparental o formadas por una pareja heterosexual u
homosexual, da igual- siguen siendo la encarnación de la Sagrada Familia, con el menor número de hijos, uno o, a lo sumo dos, la
parejita, por aquello de que uno no es
ninguno y dos son uno, muy alejadas del concepto de familia numerosa fomentada
con premios y alicientes a la natalidad en tiempos pasados, tienen como eje
gravitatorio a sus hijos, que se constituyen en el centro sobre el que giran y gravitan sus
vidas.
Algunos padres están tan ocupados
que el poco tiempo libre que dedican a sus tiernas criaturas quieren dedicarlo a
«hacerles felices» a toda costa, y, reaccionando contra la educación
autoritaria de su propia niñez, no saben
decirles a nada que ‘no’, esa palabra mágica que es la primera que aprendemos
todos y que olvidamos enseguida, como fruto de nuestra mala educación, cuando lo que deberían hacer es enseñarles a
los niños y niñas a decir que no a todas las imposiciones y no, como hacen, a todo que sí.
Muchos padres, la inmensa mayoría, confían la educación de sus hijos a la escuela, es decir, al Estado, que se encarga de su formación manu militari desde los seis hasta los dieciséis años; en la práctica desde los tres años hasta los dieciocho, en que alcanzan la mayoría de edad legal que les permite votar y sacar, cómo no, el permiso de conducir. El hecho de que sean mayores de edad legalmente no significa que sean autónomos, independientes, adultos en el sentido en que lo son sus progenitores, sino, precisamente, todo lo contrario, ya que una de las características de nuestra sociedad es, pese a su misopedia u odio a la infancia, su infantilismo galopante, su eterna minoría de edad.
Muchos padres, la inmensa mayoría, confían la educación de sus hijos a la escuela, es decir, al Estado, que se encarga de su formación manu militari desde los seis hasta los dieciséis años; en la práctica desde los tres años hasta los dieciocho, en que alcanzan la mayoría de edad legal que les permite votar y sacar, cómo no, el permiso de conducir. El hecho de que sean mayores de edad legalmente no significa que sean autónomos, independientes, adultos en el sentido en que lo son sus progenitores, sino, precisamente, todo lo contrario, ya que una de las características de nuestra sociedad es, pese a su misopedia u odio a la infancia, su infantilismo galopante, su eterna minoría de edad.
Adoración de los tres reyes magos, anónimo (1423)
Estos niños, tan protegidos, mimados y estropeados por sus padres que resultan completamente desprotegidos cuando no están
bajo la tutela paterna, estos adolescentes tan consentidos, van a tener
seguramente muchas dificultades a la hora de resolver los conflictos por nimios
e insignificantes que sean los que se les presenten en la vida, porque están
acostumbrados a que lo hagan sus padres en vez de ellos, incapaces de afrontar los inevitables contratiempos de la existencia,
con lo que, sin querer tal vez, sus papás y sus mamás los han hecho menos
autónomos, más dependientes y manipulables, menos responsables de sus actos y
consecuencias, e incapaces de tomar decisiones propias. Antes los niños gozaban
de una temprana autonomía que les dejaba cierta libertad de movimientos que
ahora no tienen; hoy se desenvuelven en un ámbito de vigilancia y supervisión constante
de padres y adultos.
Niños mimados y estropeados por
unos padres que les han concedido el privilegio envenenado de todos sus
caprichos; niños echados a perder por el sistema educativo que ha hecho de
ellos no más que unos perfectos futuros consumidores, votantes y contribuyentes sin sentido crítico,
incapaces de enfrentarse a la realidad y de intentar cambiarla, futuros
esclavos sumisos, eternos menores de edad.
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