En la carta que Séneca escribe a su amigo Lucilio, la
número XVIII de su copiosa correspondencia epistolar, plantea la cuestión de si deben celebrarse las fiestas saturnales, o es mejor apartarse de sus
excesos. Si sustituimos las antiguas saturnales por nuestras
más modernas navidades, mutatis mutandis, podemos formularnos la misma pregunta: ¿conviene celebrarlas, siguiendo la tradición,
o sería mejor huir de ellas como de la peste? No esperéis ninguna respuesta,
sino la reformulación y reiteración de la pregunta: aquí sólo se plantea la cuestión. Sobre lo que hay que hacer o no, que
cada cual saque sus propias conclusiones y haga de su capa un sayo, como suele decirse.
December est mensis cum maxime ciuitas sudat. Diciembre es
el mes en el que la ciudadanía suda, y por lo tanto, trajina más intensamente. El
calendario imponía que se celebraran las fiestas en honor de
Saturno desde el 17 al 23 de
diciembre, pero de hecho la celebración se alargaba a casi todo el mes. El primer día festivo se
abría con un sacrificio solemne en el templo de Saturno, en el foro de Roma, y la
gente se entregaba los demás días a los banquetes en medio de una alegría
desenfrenada regada abundantemente por el don de Baco.
Lo que queda del templo de Saturno en el foro de Roma.
Ius luxuriae publicae datum est. Se da permiso
al libertinaje público. Pero no sólo al libertinaje en el sentido moderno
de la palabra, sino, más bien, al afán de lujo, profusión y suntuosidad, que
eso era la luxuria latina: gusto por el despilfarro. Los
romanos se colmaban de regalos los unos a
los otros por estas fechas. Se cometían muchos excesos en los banquetes,
de modo que algunos
“comían para vomitar y vomitaban para comer” según la célebre expresión
del
propio Séneca. Durante estas fiestas, los esclavos no sólo compartían
mesa con
sus señores, sino que además eran servidos por ellos, invirtiéndose las
tornas: los esclavos eran libres y los libres esclavos. Podían incluso
los siervos criticar a sus dueños sin temor de ser castigados, la
libertad de
expresión, llamada libertad de Diciembre, estaba asegurada durante estas fechas
señaladas.
Ingenti apparatu sonant omnia, tamquam quicquam inter Saturnalia intersit et dies rerum agendarum. Todo retumba
con el impresionante aparato de los preparativos, como si no hubiera ninguna
diferencia real entre las fiestas de Saturno
y los días laborales. Era tal el
ajetreo que se vivía en la ciudad que en lugar de fiestas que suponen un cese de las actividades o interrupción
de los negocios, celebrar las fiestas era un auténtico trabajo no poco engorroso: la ciudad hervía con profusa agitación.
Adeo nihil interest, ut non uideatur mihi errasse, qui dixit olim mensem Decembrem fuisse, nunc annum. A tal punto
no hay ninguna diferencia que me parece a mí que no se equivocó el que dijo que
antaño diciembre era un mes del año y ahora lo es todo el año entero.
Cada vez vemos cómo también entre nosotros las navidades ocupan no sólo
todo el mes de diciembre, sino que empiezan a prepararse ya unos meses
antes y se extienden a casi todo el mes de enero. Entre velas y
antorchas se celebraba el fin del período más oscuro del
año y el nacimiento del nuevo período de luz, coincidiendo con el solsticio de invierno: el
Sol Invicto, como ave Fénix, renace de sus propias cenizas.
La cuadriga de caballos alados sobre la que el dios del Sol (Helios o
Apolo) recorría el cielo desde Levante a Poniente ha sido comparada con
los ciervos voladores que acarrean el trineo de Santa Claus/Papá Noel.
No hace falta decir que, antes de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del imperio, los
primeros cristianos
no celebraban la
na(ti)vidad o nacimiento de Cristo, pues ni siquiera sabían cuándo había
nacido Jesucristo ni importaba mucho la fecha en un calendario que todavía no estaba muy establecido. Cuando se implantó el cristianismo como religión oficial,
las saturnales, al no poder ser erradicadas debido a su popularidad,
fueron cristianizadas.
Si te hic haberem, libenter tecum conferrem, quid existimares esse faciendum: Si yo te
tuviera aquí delante, discutiría gustosamente contigo qué pensabas que habría que
hacer: Séneca echa de menos el trato y conversación de su amigo
Lucilio, al que le escribe esta carta, intentando recuperar por escrito
su diálogo.
utrum nihil ex cotidiana consuetudine mouendum an, ne dissidere uideremur cum publicis moribus, et hilarius cenandum et exuendum togam. si no habría que cambiar
nada de nuestras costumbres cotidianas o si, para no parecer que llevamos la
contraria a las tradiciones populares, no sólo deberíamos cenar alegremente sino también
quitarnos la toga. Los romanos se despojaban de la toga ordinaria y se ponían la synthesis antes del banquete: una prenda de tipo jubón, especie de delantal que
se llevaba sobre la túnica para no ensuciarla cuando se comía. Se empleaba como
servilleta, diríamos, para
limpiarse los
dedos entre plato y plato o para secarse el sudor. Los
invitados cuando llegaban a la casa del anfitrión, se
despojaban de la toga, se descalzaban y recibían un lavado de pies, y
se colocaban una prenda que era costumbre que el anfitrión regalase
como recuerdo del banquete.
Igualmente los romanos se ponían en la cabeza el
gorro frigio o píleo que llevaban los libertos o esclavos
que habían alcanzado la libertad. Al llevar todos por estas
fechas, libres y esclavos, este gorro puntiagudo de color rojo que entre
nosotros popularizó la Revolución francesa y, ya en pleno siglo XX,
Santa Claus, ese invento de la Cocacola, se
desvanecía por unos días la distinción de clases sociales.
Pero el gorro frigio no es
patrimonio del infame Santa Claus/Papá Noel, que lo lleva desde que en
1931 Coca-cola encargara al pintor Habdon Sudblom que lo representara para su
campaña navideña destinada a aumentar las ventas de una bebida considerada poco
saludable, quien lo hizo de color rojo con ribetes blancos, porque eran los
colores oficiales de la empresa, ya que muchísimo antes lo fue del dios Mitra,
uno de cuyos atributos más conocidos era la caperuza en forma cónica y punta
curva. Este dios solar de origen persa fue muy importante durante el imperio
romano. Su religión, llamada mitraísmo, rivalizó de hecho con el cristianismo,
hasta que fue desbancada por éste. Mitra, como curiosidad, nació en una cueva,
y recibió la visita de pastores y magos que vinieron a adorarlo. Su nacimiento
se celebraba el veinticinco de diciembre. ¿No es casualidad?
El dios Mitra degollando el toro.
Pero
el gorro frigio tampoco es atributo exclusivo de Mitra, ya que en el
siguiente mosaico de la iglesia de San Apolinar el
Nuevo en Rávena aparecen representados los tres magos (ninguno negro,
por cierto, y ninguno con corona regia) con indumentaria persa compuesta
por capa,
pantalones y, precisamente, gorros frigios. También aparecen en dicho
mosaico, quizá por primera vez, sus nombres
propios Baltasar, Melchor y Gaspar (en este orden).
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