miércoles, 22 de agosto de 2018

Campo de amapolas

Un alto en el camino. De pronto, inesperado, este campo del norte de Burgos atiborrado de amapolas, aromas a tomillo, romero, y camomila, un cielo azul lapislázuli atravesado por el vuelo lejano de algún cuervo en medio de tanta paz, tanta serenidad, tanta calma y tantísima belleza. Sólo se oía el monótono canto de los grillos que rompía el silencio intenso que me ensordece aún. Total. Absoluto. 




Tuve entonces la sensación de haber encontrado de golpe y sopetón algo que había perdido hace mucho tiempo allí donde menos y cuando menos lo esperaba, quizá un verano de mi propia infancia o pronta adolescencia, lejos de la industrialización, de la escuela y de la ciudad gris, libre al fin,  en comunión con la naturaleza. 

 



Sopló entonces una ráfaga de viento. Cerré los ojos y respiré profundamente. Me perdí entre las amapolas silvestres mecidas por la brisa veraniega. Ahora mismo, cuando cierro los ojos y recuerdo aquel momento, sigo perdiéndome en ellas. Como me perdí aquella otra vez, hace ya tantos años, en el lienzo impresionista que pintó Claude Monet cuando lo vi en una enciclopedia o quizá en aquel museo de París donde yo no había estado nunca todavía. Como el niño del cuadro que porta, en primer plano, una amapola en la mano y acompaña a la señora de la pamela blanca y la sombrilla azul.

 
 Amapolas, Claude Monet (1873)

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