Un alto en el camino. De pronto, inesperado, este campo del norte de
Burgos atiborrado de amapolas, aromas a tomillo, romero, y camomila, un cielo azul lapislázuli
atravesado por el vuelo lejano de algún cuervo en medio de tanta
paz, tanta serenidad, tanta calma y tantísima belleza. Sólo se oía el monótono canto de los grillos que rompía el silencio intenso que me ensordece aún. Total. Absoluto.
Tuve entonces la sensación de haber encontrado de golpe y sopetón algo que había perdido hace mucho
tiempo allí donde menos y cuando menos lo esperaba, quizá un verano de mi propia
infancia o pronta adolescencia, lejos de la industrialización, de la escuela y de la ciudad gris, libre al fin, en comunión con la
naturaleza.
Sopló entonces una
ráfaga de viento. Cerré los ojos y respiré profundamente. Me perdí
entre las amapolas silvestres mecidas por la brisa veraniega. Ahora mismo, cuando cierro los ojos y recuerdo aquel momento, sigo
perdiéndome en ellas. Como me perdí aquella otra vez, hace ya tantos
años, en el lienzo impresionista que pintó Claude Monet cuando lo vi en una enciclopedia o
quizá en aquel museo de París donde yo no había estado nunca todavía. Como el niño del cuadro que porta, en primer plano, una amapola en
la mano y acompaña a la señora de la pamela blanca y la sombrilla
azul.
Amapolas, Claude Monet (1873)
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