Cuando
decimos que nos dejamos seducir por el canto de las sirenas, o,
simplemente, que oímos la sirena de una ambulancia o de una fábrica,
estamos evocando, tal vez sin querer, un episodio de la Odisea de
Homero.
Las
sirenas eran unos monstruos encantadores que, según la imaginería de la
cerámica griega de la ilustración de abajo, eran aves canoras que
vivían en una isla y atraían con su canto a los incautos navegantes.
Aquí las vemos revoloteando sobre la nave de Ulises/Odiseo, que atado al
mástil por voluntad propia, puede escuchar su cántico sin sucumbir a su
fascinación, mientras que la tripulación tiene los oídos ensordecidos
por tapones de cera.
Ulises y las sirenas, jarrón de figuras rojas, Atenas, siglo V a. C.
Enseguida se imaginaron las sirenas, sin embargo, como mujeres-pez, dado su carácter de monstruos marinos. De hecho, la primera imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en una sirena, es la Sirenita de Copenhague o la Ariel edulcorada y un tanto empalagosa de Walt Disney. Ello se debe al cuento infantil que escribiera el danés Hans Christian Andersen en 1836, que adaptó Walt Disney, el mayor corruptor de la infancia del siglo XX, según el dictamen de Rafael Sánchez Ferlosio, desvirtuándolo totalmente.
En el cuento original, en efecto, la sirenita, que no se llama Ariel ni tiene nombre propio siquiera, no consigue el amor del príncipe, mientras que en la película el amor entre ellos acaba triunfando frente a todas las adversidades en un happy-end más propio de los bodrios infantiles de Disneylandia que de la vida real, que algunos justifican porque, dicen, va dirigido a los niños, olvidando que el cuento de Andersen también iba destinado a un público infantil, aunque de encefalograma no tan plano.
Las
sirenas, en todo caso, siempre han fascinado a los hombres, cuando no
por su canto, como a Odiseo/Ulises, sí por sus encantos femeninos, pues
se han convertido en unos símbolos eróticos relacionados con la
volubilidad del agua, olvidándose el carácter monstruoso que tenían en
su origen. El mito de las sirenas es uno de los más persistentes a
través del folklore de muchos pueblos marineros. Sin ir muy lejos,
tenemos en Cantabria, concretamente en Liérganes, la moderna leyenda
del Hombre Pez, que constituiría una versión masculina del mito de la
sirena.
La
imaginación de estos seres híbridos ha variado a lo largo de los
tiempos. El pintor surrealista belga René Magritte (1898-1967) imaginó
así a la sirena, invirtiendo la proporción mujer/pez:
La sirena, René Magritte (1934)
No
puedo resistir la tentación de ofreceros, a propósito del canto de las
sirenas y de la fascinación que han ejercido sobre la humanidad a lo
largo de los siglos desde la invención homérica, la siguiente reflexión de
Juan José Millás que apareció en el periódico El País y que tituló
"Ulises", en la que se citan unos versos del poeta Ángel González. Recorto y pego la columna con una ilustración de Máximo, ese espléndido dibujante
que nos sugiere con unos simples trazos tantas cosas, y que, aunando el
mito de la sirena-ave y la sirena-pez, nos presenta una nube con forma
de sirena-pez:
ULISES (Juan José Millás)
Cada español vio el año pasado una media de 22.000 anuncios. Así que a
simple vista, sin echar mano de la calculadora, es como si nos fusilaran
2.000 veces al mes, unas 60 al día. Cruzas por delante de la tele para
rescatar de los suburbios de la librería un libro de poemas y recibes
seis ráfagas o siete que te dejan en el sitio, aunque tus deudos no lo
adviertan: también ellos han sido ejecutados varias veces desde que se
levantaran de la cama. Con el libro en la mano vuelves sobre tus pasos, y
mientras abandonas la habitación decidido a no volver la vista a la
pantalla, el electrodoméstico continúa ametrallándote a traición no para
que caigas, no es tan malo, sino para que, verticalmente muerto, salgas
a la calle a comprar una colonia, un coche, unas gafas de sol, un
cursillo de inglés, una hipoteca o una caja de compresas extrafinas y
aladas congeladas para amortizar la inversión del microondas.
Ya
en la parada del autobús abres el libro y tropiezas, lo que son las
casualidades de la vida, con unos versos de Ángel González que se
refieren a los reclamos publicitarios de la civilización de la
opulencia:
No menos dulces fueron las canciones
que tentaron a Ulises en el curso
de su desesperante singladura,
pero iba atado al palo de la nave,
y la marinería, ensordecida
de forma artificial,
al no poder oír mantuvo el rumbo.
Si miras alrededor, verás otros ulises atados, como tú, al palo de un
libro. Sólo que esto es un autobús y no una nave, y que en lugar de
regresar a Ítaca vuelves a la oficina. Cómo no caer, aunque sea un
instante, en la tentación de escuchar lo que dice la sirena de Calvin
Klein, de Mango, o de Winston, que te susurra al oído obscenidades
cancerígenas. Veintidós mil anuncios, dos mil al mes, unos sesenta al
día. No hay héroe capaz de resistirlos ni Penélope que lo aguante.
Estamos listos.
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